Todos fuimos cobardes, menos él, que parecía tan tímido. Los periodistas, temerarios a la hora de criticar a una actriz de telenovela o de vapulear a un jugador de fútbol, nos morimos del susto cuando aparecieron los narcotraficantes. Menos él, que se murió de verdad. Mañana sábado se cumplen 25 años de su asesinato.
Armado solo con papel periódico y tinta de imprenta, Guillermo Cano, director de El Espectador, fue el primer periodista que tuvo el coraje de hacerles frente a los criminales que empezaban a corromper a los colombianos.
Ninguno de sus colegas, ni siquiera sus discípulos, se atrevió a secundarlo cuando empezó a revelar, con pruebas, que el honorable congresista liberal Pablo Escobar Gaviria era el jefe de una mafia monstruosa, que había transportado cocaína en unos camiones que decomisaron en Pasto y que se robaba las lápidas del cementerio de Medellín.
Sabía que se jugaba la vida en defensa de una sociedad indolente, que convivía con semejantes malhechores, que les ofrecía fiestas, que los adulaba, que se lucraba de ellos. Protegido solo por el escudo de su autoridad moral, siguió adelante, denunciando que los partidos políticos se financiaban con ese dinero manchado de sangre. Como Don Quijote, libró su propio combate en medio de la soledad más desgarradora.
Trabajé a su lado muy poco tiempo, pero me alcanzó para descubrir de qué tamaño era la fortaleza de su espíritu. Yo sabía que detrás de su aspecto engañosamente asustadizo, aquel hombre que se encerraba en su oficina para huir de los extraños estaba hecho con la misma materia indestructible con que hicieron a su abuelo, don Fidel Cano, que fundó El Espectadory pasó más de la mitad de su vida en la cárcel, perseguido por denunciar las arbitrariedades que los gobernantes cometen cuando los enloquece el poder.
En lo que a mí respecta, la historia comenzó una tarde de verano. Nicolás Chadid, agente de El Espectador en Sincelejo, que llevaba en los labios una boquilla de fumador sin cigarrillo, llegó a San Bernardo del Viento en un jeep desportillado a ofrecerme trabajo en la redacción de Bogotá, por instrucciones de don Guillermo, a quien yo le había mandado un par de crónicas. Me negué a abandonar mi oficio de vendedor ambulante de arroz, de pueblo en pueblo, por las riberas del río Sinú. Tenía 20 años y una novia en cada aldea. Hasta que la insistencia de las mujeres de mi familia me hizo titubear.
-Vete por un mes -sugirió mi madre-. Pruebas suerte y, por mal que te vaya, vuelves aquí a seguir haciendo lo que haces.
Fui por un mes. Han pasado más de 40 años y todavía ando en esas. Adonde no volví jamás fue a San Bernardo del Viento. Desde entonces, solo me guío por el consejo de las mujeres.
Mientras escribo, acompañado únicamente por mis recuerdos y por un ventilador más achacoso que el jeep de Nicolás Chadid, me parece que valió la pena aquel viaje: en Bogotá encontré hospitalidad, amigos entrañables, un plato servido, una mujer y unos hijos, pero, sobre todo, la vida, que ha sido tan generosa conmigo, me dio la oportunidad de trabajar con Guillermo Cano.
El primer día, me esperó en la sala de redacción. Yo llegué con todos mis haberes embutidos en una caja de cartón. Óscar Alarcón, el redactor más gracioso, se burló diciendo que aquella era “una maleta muy fina, marca Cartonite”. Don Guillermo me puso una mano en el hombro y empezamos a conversar, recostados en una columna.
Era un hombre cargado de espaldas, con la misma joroba famosa de los Cano, salvo el más viejo de ellos, don Gabrielito, su padre, el director emérito que recorría erguido las instalaciones, repartiendo bendiciones a los periodistas con la mano derecha. En la izquierda, cargaba unos espejuelos cerrados que no se puso nunca.
Se notaba a leguas que Guillermo Cano era reservado. A las 10 a.m., había consumido la mitad de un cartón de cigarrillos mentolados. Una vez, me confesó que su verdadera vocación no era el periodismo, sino la tauromaquia y el fútbol.
Haber iniciado mi carrera de periodista en El Espectador, a una edad en que los jovencitos absorben como esponja todo lo que les enseñen, bueno o malo, fue una bendición del cielo. El ‘Mono’ Salgar, jefe de redacción, con su temible lápiz rojo, experto en destrozar artículos ajenos, nos daba cada día una cátedra magistral. Guillermo Cano nos dictaba una de ética. Ninguno de los dos se proponía hacerlo. Los auténticos maestros son así. Aristóteles instruía a la gente mientras caminaba las calles de Atenas.
Una mañana, don Guillermo recibió la llamada telefónica del canciller de Colombia, Alfonso López Michelsen, a quien el presidente Lleras Restrepo había nombrado en el cargo para facilitar la unión liberal, y le puso unas quejas airadas contra mí. El doctor López pretendía que yo publicara, poniéndolas en mi propia boca, y sin mencionarlo, declaraciones que él me había concedido contra su antecesor, Germán Zea Hernández.
Me negué. Don Guillermo me citó a su oficina. Le conté con pelos y señales lo que había pasado.
-Juancho -me dijo, con el apodo que siempre usaba-, si fueras el director, ¿qué harías?
-No publicaría nada -respondí-. López no quiere aparecer, y está en su derecho; yo no tengo por qué asumir lo que él piensa, y ese es mi derecho.
Don Guillermo se levantó de la silla, me echó al hombro la mano de siempre, y me dijo:
-Veo que estás aprendiendo. Cuenta con mi respaldo absoluto.
Ahora, entrando en las sensiblerías de la vejez, puedo admitir que me sentí tan contento como el escolar que gana su primera medalla por buen comportamiento. Pero faltaba lo mejor.
-Un periodista que se respete -susurró Guillermo, al salir de su oficina- es lo más parecido que hay a esa canción del “cariño verdadero”: Ni se compra ni se vende.
Jamás he olvidado esa lección. Solo espero haberla aplicado con lealtad a lo largo de los años. Nada más valioso para mí que su herencia moral. Nunca lo vi transigir en materia de principios.
De modo que tenía motivos para sentirme asustado, pero no sorprendido, cuando inició la tarea épica de denunciar desde su columna, ‘Libreta de apuntes’, o desde el editorial de cada día, las infamias del narcotráfico. Yo sabía que nada iba a detenerlo. Ni la muerte.
Lo vi por última vez en las fiestas de Cartagena. Noviembre de 1986. Ambos acompañábamos a nuestras esposas en sus tareas de informar sobre el reinado de belleza.
Lo invité a un whisky. Me dijo que había abandonado la bebida. Pidió una botella de soda.
-No puedo vendérsela -dijo el cantinero del Centro de Convenciones- porque la que tenemos es para mezclar con el trago.
Guillermo, a pesar de las amenazas contra su vida, no había perdido su humor de caballero inglés:
-Entonces, ¿me puede dar un whisky con soda?
-Claro que sí -contestó el hombre, extrañado.
-Pero sin whisky, por favor -insistió, fingiendo seriedad-. Un whisky con soda, pero sin whisky.
-Naturalmente -le contestó el hombre, y procedió a servirle la soda en un vaso.
Celebramos la ocurrencia como si la vida nos sonriera. Un mes después, lo asesinaron al salir del periódico.
La memoria de Guillermo Cano no les pertenece únicamente a sus hijos y a Ana María, su incomparable compañera. Ni siquiera a su periódico, que él enalteció con su martirio. Nos pertenece a todos los colombianos.
Como homenaje apenas mínimo, me atrevo a proponer que el día del periodista no se siga celebrando el 9 de febrero, sino el 17 de diciembre. Ese día mataron al maestro.
Ahora caigo en la cuenta de que un 17 de diciembre murió Bolívar en Santa Marta. No es una coincidencia, porque en el universo no existen las coincidencias. Existe la armonía cósmica, de la que don Guillermo Cano es un ejemplo.
Texto publicado originalmente, en el diario El Tiempo, el 15 de diciembre de 2011.
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