Por Guillermo Cano Isaza

Libreta de Apuntes, septiembre 2 de 1984

Con esta afortunada frase el presidente Betancur definió la actitud de su gobierno y de las Fuerzas del Ejército y de la Policía colombiana frente a las negociaciones de paz, a la tregua que se pactó y al cese al fuego que las guerrillas iniciaron el jueves 30 de agosto al medio día.

Porque en la confusión deliberada o involuntaria en que se sitúan algunos colombianos ante este ensayo sin precedentes para lograr la pacificación del país, desangrado durante más de treinta años en una contienda fratricida de nunca acabar, es necesario hacer claridad en el sentido de que no se colocan el Gobierno ni las Fuerzas Armadas en una situación de debilidad frente al desorden público, ante el secuestro, la extorsión, el chantaje y los variados tipos de violencia que perturban al país, enrojeciendo la tierra que debería florecer como símbolos de producción y de riqueza.

No se ha pactado la debilidad del Estado frente a la subversión. Se ha llegado a un acuerdo con los grupos más importantes de la guerrilla. Todos debemos tener presente que aún quedan reductos que se niegan a acercarse a la paz y que ellos estarán saboteando la tranquilidad patria con sus incursiones criminales. Pero son más pocos. Y eso es ya una conquista importante. Nuestro Ejército puede atender ahora con mayor posibilidad de reducir al mínimo a los grupos alzados en armas, porque los frentes se han reducido, y el país podrá tener durante un tiempo -que lo queremos el más largo posible- un respiro basado en los acuerdos de tregua y de cese al fuego.

Cada día que pase sin que se disparen los fusiles del M-19, de las FARC y del EPL será un paso hacia adelante en el camino de la paz. Cada persona que deja de ser amenazada en sus bienes, honra y vida, como venían siéndolo hasta ahora, serán gentes que recuperarán la tranquilidad de sus existencias y que podrán dedicarse sin zozobras ni desalientos a la gran tarea de trabajar por Colombia.

Estos aspectos son los que en las tertulias sociales, en el maratón de los cocteles se soslayan o se niegan a tomarlos en cuenta. Cada minuto de paz, frente al pasado de guerra que hemos vivido, es algo que tenemos que agradecer como conquista positiva.

Claro está que la tregua, el cese del fuego y todo lo que de ahora en adelante está por venir presenta síntomas delicados. No en vano se trata de sacar a un enfermo del estado de coma en que lo encontramos, para revivirlo en cuidados intensivos que demandarán tanta paciencia como trato delicado y abnegado. Sin debilidad, porque la debilidad no entra entre los presupuestos de los acuerdos logrados por el Gobierno. Por eso se han establecido las comisiones que vigilarán todo el proceso y todo el procedimiento que vamos a seguir. Donde se violen los pactos -todo está dentro de lo posible- deben actuar de inmediato esas comisiones para restablecer los quebrantamientos que se presenten. La opinión pública, donde hay tantos escépticos, exigirá una explicación satisfactoria a cada episodio que de ahora en adelante ocurra y que perturbe la tregua acordada. Sólo así será posible ampliar la confianza que tanto se necesita en el recorrido hacia la paz.

Es posible que la incredulidad y el escepticismo, que se detectan en los círculos sociales de estratos más altos, no sean compartidos por la gran masa del pueblo colombiano. Este es un aspecto importante de tener en cuenta, muy en cuenta cuando de los esfuerzos de paz del Gobierno y de las Fuerzas Armadas se hable. No tememos equivocarnos si afirmamos que es al pueblo campesino y urbano, sobre todo al primero, al que más le llega el sentimiento de gratitud por una tregua a sus angustias y a sus sinsabores.

Es plenamente cierto que la clase alta colombiana ha sido víctima de crueles persecuciones. El secuestro, por ejemplo, de cuya monstruosidad como delito no tendremos palabras suficientes para censurarlo, ha colocado al sector productivo del país contra la pared y con una espada mortal en pleno estado de indefensión.

Basta leer el valeroso relato hecho por el doctor Álvaro Mosquera Chaux para medir el altísimo índice de crueldad y de violación de los derechos humanos a que han llegado los plagiarios. Con él y con otros secuestrados, si no con todos, se han cometido las más abismales aberraciones en el trato criminal e inhumano. Algunos secuestrados, al recobrar su libertad, han dicho que «fueron tratados muy bien». Esas declaraciones las recibimos con inventario. Nos inclinamos más a creerle al doctor Mosquera Chaux y que su descripción de su torturado itinerario de secuestrado corresponde más a la verdad de lo que siempre sucede en estos casos.

De otro lado, está la masa campesina que trata de vivir en las zonas definidas como de violencia guerrillera. La paz del trabajo se les ha negado por décadas de años. Y han sido víctimas de atrocidades que no se han conocido con tanta publicidad como las de algunas otras cometidas durante esta guerra a la cual por primera vez se le ensaya un método nuevo y novedoso para ponerle fin. Si la mano dura de que hablan algunos o muchos no dio resultados en 30 o más años, ¿no será posible que la mano tendida y el diálogo abierto logren resultados nuevos y positivos? El pueblo campesino, que tiene malicia, que es bueno y es espontáneo y ha sentido en sangre propia y en la de sus hijos y los hijos de sus hijos la crueldad sangrienta de la violencia desatada, muy probablemente está entendiendo en estas horas de ahora mucho mejor lo que significa el cese al fuego, pactado entre el Gobierno y las guerrillas. Los escépticos deberían volver por un momento la mirada hacia la del pueblo y acaso entonces encontrarían razones positivas para modificar su actitud.

Nosotros entendemos plenamente que haya quienes no creen en la paz. Los hay de muy diversos matices. Incluyendo en ellos a quienes el día en que comenzaba el cese al fuego degollaron cuatro palomas y las colocaron en la universidad con un cartel en el que decían: «La paz nació muerta».

¿Quiénes mataron las palomas para simbolizar la muerte sangrienta de la paz? Eso quisiéramos saber. Pero tienen que ser extremistas. De los que se han negado a llegar a los acuerdos de tregua y siguen la subversión. De los extremistas que quieren a toda costa la represión que sólo deja rencores insondables y venganzas insaciables.

Pero para que ni unos ni otros tengan éxito en sus proditorios fines, es indispensable que con abnegación pero sin debilidad prosiga la mayoría de este país bueno el ensayo de una paz viva, que hoy aparenta ser sumamente endeble, pero que si con el tiempo permanece, según lo deseamos la inmensa mayoría de los colombianos, se hará fuerte y la ganaremos por encima de los extremistas.

Los movimientos subversivos que han suscrito el cese al fuego y la tregua tienen abiertos los senderos de la lucha democrática para tratar de alcanzar los objetivos que ciertamente no lograron conquistar con la sangre, el fuego y la tierra arrasada. Y quienes hemos estado siempre del lado de la apertura democrática y creemos que es con votos y no con balas como se logran los avances perdurables de una nación, tenemos la obligación de demostrar ahora que tenemos mejores razones y somos más capaces de lograr la equidad social y económica que quienes asaltan poblados al despoblado, secuestran, asesinan y extorsionan.

Se nos ofrece por primera vez en mucho tiempo la posibilidad de mostrar distintas caras de la democracia. Y mientras más se acerquen a la democracia los alzados en armas, más cercana estará la paz duradera. No la que degollaron, en el símbolo de la paloma, los que siguen declarándole la guerra a este país atormentado.

Hay quienes dicen que ya están hartos de que se hable tanto de paz, de tantas discusiones sobre la paz. Olvidan que apenas si estamos saliendo tímidamente de la guerra. Y que la paz es un bien inapreciable que nos hace falta muy hondamente cada vez que perdemos una vida, no importa cuál sea su estamento social. Y a perder vidas, en el campo y en las ciudades, es a lo que nos estábamos acostumbrando, a pesar de indignaciones de un día, que al siguiente se olvidan por el nuevo crimen.

Necesitamos la paz para vivir civili¬zadamente y dejar de morir a destiempo y como salvajes.

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