Por Guillermo Cano Isaza
El Espectador, 10 de septiembre de 1984
Con el auge de la subversión, y luego las indecisiones en torno al proceso de paz, ha venido acentuándose el boleteo que fuera una forma aberrante de la delincuencia política, para invadir, degenerándolas, nuestras costumbres sociales. Se trata de un verdadero y no previsto concierto dentro del desconcierto que rige la vida nacional. Y nada de cuanto en los actuales momentos nos preocupa parece tan conturbador y peligroso, no sólo como deformación del sistema democrático, sino con los acentuados y peligrosos ribetes que una práctica de tal naturaleza tiene dentro de los avatares políticos propios de nuestras contradicciones económicas y sociales.
Si algo ha perturbado el proceso de la paz, y lo tiene a punto de su total fracaso, aunque nuestro optimismo no desfallezca, es el insolente propósito, convertido en costumbre diaria, de la subversión de mantener a todo trance a la ciudadanía en permanente estado de rehenes, bajo las amenazas de la extorsión y del secuestro, sólo redimibles en la medida que el precio de la vida se pague en dinero contante y sonante. Las contribuciones voluntarias impuestas arbitrariamente a los ciudadanos indefensos, más que el salario del miedo constituyen hoy, sin más, un impredecible impuesto paralelo superior y todavía más coercitivo que los impuestos oficiales que pesan sobre el producto del trabajo colombiano. Pero no es apenas el pago del secuestro lo que impera, sino también las contribuciones excepcionales que deben ser cubiertas cada vez que los agentes de la subversión tengan necesidad real o pretexto propicio para hacer una de esas demostraciones públicas en las que tanto hablan de paz con los fusiles terciados a la bandolera sobre sus hombros. Hay así departamentos enteros del país: Antioquia, Valle del Cauca, Córdoba, para no hablar más que los hechos prominentes, donde la conspiración del terror mantiene a la estampida a la ciudadanía amedrentada, y donde el precio del dinero constantemente succionado no alcanza a satisfacer el cerco sangriento a que se le tiene sometido.
Pero esa, podría decirse, es la ley de la guerra, aunque en verdad más se asemeje a la ley de la selva. Lo más preocupante del boleteo es que también lo estamos viendo acentuarse como costumbre dentro de los partidos políticos, o por lo menos dentro de los grupos individualizados en que se encuentran divididos. Vieja y fea práctica, el clientelismo político también impone a sus recomendados y beneficiarios contribuciones voluntarias destinadas a sus arcas electorales, y aun en algunos casos a la satisfacción de las necesidades personales de los jefes todopoderosos. En la medida en que se acercan las elecciones comienzan a abundar las rifas, los descuentos forzosos, las contribuciones, los bazares destinados a la merma de los sueldos y salarios de los desprotegidos funcionarios públicos cuyos puestos dependen del dirigente político situado en el vértice de la pirámide burocrática. Otro impuesto más, también, que muerde vorazmente la flaca economía del colombiano medio. Es una forma, más o menos soterrada, más o menos ostensible, de boletear a nuestros compatriotas, de colocarlos contra la pared: la bolsa o el cargo, como método impositivo de coacción moral y personal, y justificación de unas empresas políticas de cuya validez ideológica vamos quedando cada vez menos convencidos los colombianos. A las altas notas nada melodiosas del boleteo subversivo habrá que agregar, sin duda, las concertadas y prepotentes notas que obedecen a las señales de las batutas de nuestros dirigentes regionales, y más arriba de los empecinados orientadores del país político, que son al propio tiempo sus detentadores.
Lo que hasta ahora no había visto y faltaba en esta tan extraña sonata musical, era que elboleteo como método intimidatorio y confiscatorio se extendiera a sectores considerados como serios dentro de la organización social del país. Y que también fueran a apelar al aberrante medio coactivo entidades de suma responsabilidad nacional. Si el gremio de los comerciantes, por ejemplo, decide de un momento a otro rendir tributo de admiración a una cualquiera de las unidades armadas del país, la Policía por ejemplo, ese homenaje, sin duda justificado, para que en verdad sea tenido como un acto de voluntaria congratulación gremial no tiene por qué ser trasladado a la ciudadanía que aun compartiéndolo no está comprometida a hacerse cargo de sus costos. Una invitación a asistir a ese acto público a la que se agregan las boletas de entrada con su precio, aparte de no ser una forma cortés ni caballerosa de invitar al suceso, en épocas de tantas contradicciones sorpresivas como la actual, se confunde con el sistema delboleteo político o el boleteo subversivo. Y en la medida en que su práctica se extienda involucra no sólo al gremio que lo ideara como muestra pública de agradecimiento, sino a quienes lo reciben. Estamos en el instante preciso de aclarar que la conservación del orden público, dentro de los parámetros constitucionales de todos conocidos, no puede ser confundida con una innecesaria y peligrosa alianza de cualquier tipo que sea entre la fuerza pública y los gremios económicos. Cada uno en su puesto y bajo el severo rigor que no debe ser desmentido jamás de la intangibilidad de la Constitución y las leyes republicanas.
Llegó un momento ya de hacer un alto, el mismo que se solicita en la cascada de los impuestos oficiales, en ese otro procedimiento irregular que se deriva de los boleteos políticos o de losboleteos gremiales. El ciudadano común y corriente tiene pleno derecho a decidir libremente a quién le da su plata, cuándo y cómo, y una elemental norma de respeto ciudadano obliga a todos a no transgredir ese límite de la personalidad humana.