Por Guillermo Cano Isaza

Libreta de Apuntes, 20 de marzo de 1983

Un grupo de ciudadanos del Caquetá, que mantienen sus nombres en reserva por explicables y justificadas razones de seguridad personal, dirigieron la semana pasada una extensa carta al doctor Otto Morales Benítez, algo así como el «memoral de agravios», de una parte de la sociedad colombiana afectada por los efectos de la violencia organizada de las guerrillas y la violencia planificada de la delincuencia común. Ellos hablan a nombre propio y en nombre de otras muchas gentes que han sufrido y padecido tanto por el «boleteo», el «cuenteo», la amenaza, el chantaje de que han sido víctimas y lo son actualmente. En su legítimo derecho de protesta y de indignación incluyen sin embargo en su documento innecesarios e inadmisibles agravios y sindicaciones, acaso explicable en la hiel de la ira, de la impotencia y del resentimiento que se ha filtrado hasta sus sentimientos más íntimos, contra el presidente de la Comisión de Paz y hablan de los escritores seguros y cómodos de las grandes ciudades, en contraste con los riesgos e incomodidades del campo. El memorial de quejas por la guerra que han sufrido y padecido tanto ¡se convierte entonces en un torpedo contra la paz!

Quisiéramos encontrar en la carta de los ciudadanos del Caquetá algo más que el memorial de agravios. Sabemos, y lo deploramos con toda nuestra energía, los sufrimientos y las mortificaciones y los peligros en que se ha convertido, por desgracia, el ejército legítimo y creador de la profesión de agricultor y ganadero en amplias zonas de país. Es una situación que no es de hoy, de los tres últimos meses, ni de los recientes siete meses del gobierno Betancur. Es una situación que se remonta por años y años, a décadas inclusive, en los que los sistemas de coacción se han ejercido y refinado en la medida en que la inseguridad ha aumentado y la audacia de la violencia política y común ha ampliado su ominoso espectro sobre la sociedad colombiana.

Comprendemos que a los autores e inspiradores del documento -que otros miles querrían suscribir también- los han movido en su queja y en su ofensa a la Comisión de Paz un cierto sentimiento de frustración porque continúen hoy, como hace un año o como hace diez años, conviviendo con la muerte anunciada, con el secuestro insinuado, con la tributación expropiatoria decretada bajo amenaza, con el exilio forzado de sus tierras, con la inestabilidad de la familia convertida, de habitante asentado en la llanura o en la montaña, en nómada errante por caminos sin futuro adivinable.

El problema de fondo radica, en nuestro modesto punto de vista, en que sólo ahora se produzcan estos pronunciamientos tan llenos de horror y basados en razones de tanta justicia, y no se hubieran escuchado desde antes, desde cuando comenzaron, desde cuando se fueron extendiendo, desde cuando tomaron cuerpo estos sistemas de inaudita coacción, como norma incivilizada de existencia. Que no los hubieran redactado ayer los denunciantes de hoy; o que no se les diera entonces pública divulgación oportuna y amplificada; o que no hubieran encontrado receptividad y acción por parte de los organismos encargados de prevenirlos o reprimirlos. Nos inquieta que la erupción de las quejas y protestas ocurra precisamente en momentos en los que se adelanta la más importante acción de paz, encaminada a restablecer la tranquilidad y la coexistencia pacífica de todos los colombianos en todo el territorio nacional. Que sea ahora cuando se levanten casi simultáneamente los cohetes de lanzamiento de explosivos «torpedos» de guerra contra la paz. Decimos simultáneos, porque mientras se trabaja con dedicación y desprendimiento en la búsqueda de la pacificación de los espíritus y de los brazos, las guerrillas y la delincuencia común realizan una escalada de violencia y, de otra parte, se enjuicia con descortesía y con irrespeto a quienes se consagran a intentar construir la paz, aun a riesgo de sus vidas e indiscutiblemente en detrimento de su tranquilidad personal y profesional. Ellos también están amenazados y «boleteados» y coaccionados. Su misión de paz no les ha hecho ciertamente más segura su paz personal hoy que ayer. La quieren para mañana, para ellos y para todos. Y por eso están ahí, tan en peligro, como los ganaderos, los agricultores, los industriales o los comerciantes.

Nos asisten legítimos temores de que, por acción o por omisión, estemos ante una o varias conspiraciones contra la paz que nos conduzcan inexorablemente a un nuevo y todavía más sangriento e irreversible enfrentamiento atroz y violento. Recordemos cómo y por qué fracasó, cuando comenzaban a cosechar los primeros frutos, una paz estable bajo el ejemplar gobierno de Alberto Lleras cuando se realizó la más grande, generosa y necesaria cruzada de rehabilitación de las zonas de violencia y de los violentos.

La rehabilitación propuesta y puesta en marcha por Alberto Lleras fue «torpedeada» sin misericordia con argumentos extrañamente coincidentes con los que ahora se escuchan para criticar la Amnistía y las gestiones de la Comisión de Paz. Que si se iba a premiar a los alzados en armas con tierras y créditos; que si los violentos iban a recibir el mismo tratamiento de los pacíficos; que si se perdonaban los pecados, ¿qué premio iban a tener los puros -que no eran todos- de pureza probada? Y tantos «torpedos» se dispararon que el gran plan de rehabilitación nacional se quedó en sus primeros pasos. Si alguien rastrea la historia con rigidez y seriedad, no le será difícil encontrar que en la frustración de los instantes estelares de la reconciliación colombiana de palabra y de hecho se localiza el origen del nuevo incendio que comenzó a propagarse con fuerza devastadora porque no dejaron apagar del todo los rescoldos de la división fratricida ni se dieron soluciones completas a los desequilibrios e injusticias que motivaron las anteriores cruentas violencias colombianas.

Desde cuando hace más de un año insinuamos que si se habían ensayado en tres décadas los más variados sistemas de represión de la violencia política y común, ¿por qué no se recurría al ensayo que nunca se había hecho en la búsqueda de la paz? Durante treinta o más años el país gastó y desgastó sus instituciones, sus hombres y sus riquezas para reprimir movimientos subversivos, o guerrilleros o bandoleros, o como se los quiera llamar. Pero jamás, fuera de ciertos paréntesis como la amnistía de Rojas Pinilla y posteriormente con la rehabilitación de Alberto Lleras, se recurrió a caminos diferentes de los de la fuerza en nombre, legal si así lo quiere usted, amable lector, de defender el sistema democrático amenazado. Y es verdad histórica que sólo en los dos paréntesis anteriores se vislumbró tan cerca la paz completa. Pero en ambas oportunidades funcionaron los «torpedos» de guerra a la paz. El primero cuando los guerrilleros se acogieron a la amnistía, fueron perseguidos implacablemente y algunos de ellos asesinados de manera brutal. Y en la segunda entrabando, estableciendo alambradas de hostilidades a los programas de rehabilitación que estaba permitiendo a los colombianos pescar de noche en nuestros ríos.

En los primeros meses del año pasado todos los candidatos a la Presidencia de la República, sin excepción alguna, plantearon en sus campañas la necesidad de la paz. Unos con más amplitud hablaron de paz nacional; otros equivocadamente de paz liberal; pero todos de una paz con soluciones políticas, sociales y económicas. Los colombianos, al pronunciarse en las urnas, lo hicieron no sólo por el nombre de sus preferencias, sino, indiscutiblemente, por la paz. Y el presidente elegido y en pleno ejercicio está ensayando la paz desde los comienzos y aún en las vísperas de su mandato.

No comprendemos, entonces, que si la guerra -con breves intervalos frustrados de paz- ha durado treinta años, ¿tenemos que declararle la guerra a la paz cuando aún no van siete meses de experiencias en campos minados de uno y otro lado?

Hay momentos, cuando leemos unas declaraciones cargadas de explosivos virulentos disparadas por agentes de orden y de paz o nos enteramos de espantables y cobardes acciones delictivas realizadas por gentes de guerra sin ley ni Dios, en que nos sentimos caminando por entre un laberinto sin salida, en medio de las tinieblas, de rayos y centellas, de truenos ensordecedores, en el cual cada pequeño sendero que se vislumbra como luz guía hacia la paz, termina en una muralla de incomprensiones y de ambiciones y de egoísmo que no hay forma de superar. Los guerrilleros divididos continúan sus acciones violentas a pesar de que se les ha tendido la mano y en ella el olvido; la delincuencia se adueña del río revuelto para lograr abundante pesca en su infame profesión depravadora; sectores amplios de la sociedad organizada y trabajadora deciden echar por el camino de en medio justificando y justificándose en sí mismos el ejercicio de la justicia personal, no importa la crueldad con que se aplique, regresando a las épocas aterradoras de las matanzas sumarias, sin procesos, ni leyes, ni jueces. Y es entonces cuando intuimos, alarmados y aterrados, que estamos acercándonos acelerada, inconsciente, irresponsablemente a la ominosa coincidencia de que lo que todos quieren, los buenos, los menos buenos, los menos malos y los malos, lo que quieren es la guerra a muerte, total de tierras arrasadas, de ciudades devastadas y de seres humanos sin vida, sin honra y sin hacienda.

Lo que no se quiere es la paz. Lo que quieren es la guerra. Ante tan grande torpeza histórica, nos negamos a formar filas en los ejércitos apocalípticos de la subversión, de la violencia delictiva o de los vengadores crueles e implacables que agitan la bandera de la pena de muerte, de la «ley de fuga», de la justicia por propia mano, de la Muerte a Secuestradores, del «ojo por ojo, diente por diente». Hemos siempre formado parte del débil e inerme ejército de la paz, porque tiene que existir alguna diferencia que distinga, en la sociedad humana, entre quienes le rinden culto a la fuerza y quienes le rinden culto a la inteligencia y al espíritu del hombre que es, al fin de cuentas, lo que lo separa de los seres irracionales e inferiores.

Un legendario vaquero norteamericano, de la épica, sangrienta y cruel conquista del Oeste, donde se cometieron en todas partes, por todas las partes, toda clase de crímenes atroces, citado por James Mitchener en su grandiosa «Zaga del Colorado», decía: «Recomiendo a todos mis descendientes que se mantengan apartados de las armas de fuego porque me he dado cuenta que causan más daño a los hombres buenos que a los malos».

¿Por qué no ensayamos a dejar trabajar en paz a la Comisión de Paz?

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