Por Guillermo Cano Isaza

Diciembre 21, 1986

Transcribo -aunque comprendo que voy a causar entre no pocos de mis lectores un efecto desagradable cuando todos nos encontramos predispuestos a llegar a la Nochebuena con piticos y cantares- el texto de la carta que me puso a llorar en plena Navidad:

“Le ruego acepte mi gratitud ilimitada por la atención a la presente, donde narro la desaparición de mi padre, solamente su generosidad puede ayudarnos a aliviar esta pena.

Hacía poco nos habíamos acostado; serían las nueve de la noche. Golpearon tres veces en la puerta, yo tenía trece años. Eso fue, lo recuerdo diariamente, nunca se me olvida, el viernes 6 de septiembre de 1978. Mi papá, Saúl Tovar, tendría unos 42 años. Vivíamos en la vereda Avipai de Fajardo, municipio de La Palma, Cundinamarca.

Mi mamá estaba donde mi hermana enferma, a dos horas de camino, en otra vereda.

Los extraños insistieron; mi papá me dijo: ´Abra mija´. Prendí una esperma y salí. Se me acercó un tipo uniformado y sopló, apagándose la luz que llevaba en la mano.

Me alumbró con una linterna y me ordenó: ´Dígale a su papá que salga, lo necesitamos a él. Le dí la comunicación a mi padre. ´El que nada debe, nada teme´, dijo. Se levantó y salió. Mis hermanos, un poco mayores, salieron con él. ´Usted debe acompañarnos; en La Palma tiene un denuncio´. ´No tengo enemigos ni disputas con nadie´, dijo mi papá. ´Eso lo aclara allá´, le respondieron, acercándose varios hombres portando armas.

Llovía mucho. La luz de los relámpagos denunciaba la presencia de otros armados, al frente y alrededor de la casa.

Mi papá les ofreció tinto, sugiriéndoles esperar a que escampara. Aceptaron de buena gana. También les preparamos limonada.

No permitieron que encendiéramos espermas; ellos nos alumbraban con las linternas. ´Alístele ropa a su papá´, me dijo uno, y me acompañó al cuarto, siempre vigilante. Mis hermanos se opusieron a que mi papá se fuera sólo cuando resolvieron llevárselo. Uno de ellos nos aseguró que nada malo le iba a pasar, otro se quedó en la casa impidiéndonos salir del cuarto, aconsejándonos que alistáramos plata. Como a la media hora se fue penetrando entre las tinieblas.

Llorábamos inconsolables porque mi papá no estaría con nosotros esa noche. Madrugamos en busca de mi mamá y nos fuimos para La Palma.

´De aquí no ha salido ninguna patrulla a capturar a nadie´, nos dijeron. El terror nos sobrecogió. Durante dos años lo averiguamos por todas partes: juzgados, vecinos, hospitales. Nadie, pero nadie dio noticias. Por último, las autoridades de La Palma le exigieron a mi mamá razón de mi papá, de lo contrario la metían a la cárcel.

Entonces nosotros nos desmoralizamos, abandonamos la finca. Nos asombró la suerte de mi papá y mucho miedo nos dio por las amenazas contra mi mamá.

No éramos ricos: la finca era pequeña, cultivábamos con esmero y no conocíamos la miseria. Nos vinimos para Bogotá, todos menores de edad; debimos conseguir trabajo y yo logré que me recibieran donde llevo seis años.

Esta es mi historia. Me duele que esa sea la patria amarga de muchos colombianos, arrancados de su terruño, cuando la infancia no ha terminado. La paz que respirábamos entre las vacas y el aroma de la huerta no era cierta. Me dicen que hace cuarenta años empezó a lacerarnos la violencia, dejando caer un puñado de aflicciones, resentimientos e incredulidad, especialmente en la población campesina. Yo y mi familia llevamos ocho años en el alma una pregunta estrangulada por el tiempo, acentuada todos los días por la distancia de un acontecimiento horrible, atroz; sin huella alguna, que no podemos entender ni aceptar.

Para mí, la Patria, la Justicia y la Paz son una nebulosa a la que no encuentro sabor agradable. ¿Por qué? ¿Quiénes nos robaron a mi papá? ¿Qué hicieron con él?

He hablado con mucha gente, personas que yo nunca imaginé tuvieran pruebas tanto o más crudas como la mía y me dicen que todo está perdido. He conservado mi experiencia en secreto pero, anhelante de ver la patria de mis hijos menos infortunada que la mía, busco esperanzada en Dios que alguien pueda darme alguna noticia de mi papá a la calle 57F No. 83-33 Sur, Kennedy, Rubí, Primer Sector, o al teléfono 277-6463, garantizo absoluta reserva. Nohelia Tovar, c.c. 51´761.341 de Bogotá.”

¿Será posible el milagro?

Nada quisiera en el mundo en estos momentos que poder obtener para doña Nohelia Tovar el mejor y único regalo que se le pudiera dar después de ocho navidades negras que ella y los suyos han tenido que padecer desde cuando su padre desapareció de la parcela campesina una noche de lluvia y de tormenta. Ojalá alguien tenga noticia que darle a esta señora que ve llegar otra vez la Nochebuena con la incertidumbre atroz de no saber dónde está, si vive o no vive su padre, cuál fue o es su destino.

Perdonen, mis lectores, si en este 1986, después de leer la carta transcrita, les he aguado las fiestas de Navidad que yo, ajeno a tanto drama de tanto colombiano, celebré con tan desbordada alegría en el pasado. Elevo en ésta mi novena 86 una oración, una plegaria, para que la familia Tovar, de una vez por todas, tenga noticias, buenas o malas, de su padre, porque unas u otras son definitivamente mejores que la carencia absoluta de ellas, que es como existir en el limbo del terrible e inhumano mundo de los desaparecidos.

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