Por Guillermo Cano Isaza

El Espectador, 25 de julio de 1968

Hemos puesto a girar la ruleta del mundo, para que nos señalara por dónde comenzar a recordar esta vuelta -cuarenta días y cuarenta noches- de Bogotá a Bogotá pasando por San Francisco, Honolulú, Tokio, Kioto, Nara, Taipei, Quemoy, Hong Kong, Bankok, Teherán, Atenas, Roma, Barcelona, Madrid, . Extrañamente se detuvo en Madrid. La última escala.

¿Por qué razón? Por actualidad, posiblemente. No por importancia, porque sucesos mundiales más trascendentales que unos pañuelos blancos flameando en una plaza de toros los vimos, los presentimos, los conocimos y tratamos de compenetrarnos con ellos.

Pero, ¿qué actualidad pueden tener unos pañuelos blancos en la Plaza Monumental de Madrid? Pues la tienen: los pañuelos blancos saludaban en una noche cálida a cuatro jóvenes ingleses de extrañas-atractivas figuras. Los cuatro caballeros de la Orden del Mérito Inglés: los Beatles.

Una tarde, sólo 24 horas antes, otros pañuelos blancos ondeaban en la Plaza Monumental de Madrid, pidiendo para Diego Puerta dos orejas en premio a un valor insospechable. Dos clases de fanatismos encerrados dentro de un mismo coliseo, dos públicos enceguecidos por dos pasiones diferentes. Y alrededor de los ídolos -tan diferentes también- discusiones universalizadas: Si la Beatlemanía es una enfermedad contagiosa durante la pubertad y la adolescencia; de si es una prueba de decadencia en el mundo occidental; de si atravesamos una era de infantilismo; de si se trata o no de un fenómeno sociológico importante o apenas de una explosión intrascendente de histerismo pasajero; de si la Reina Isabel ha ofendido gravemente en honor británico y de si es despreciable o no lucir una condecoración antes reservada a los muy escogidos cuando ahora la llevan en sus pechos estos desmelenados del ritmo de Liverpool.

Si el toreo es una fiesta bárbara, sangrienta y ofensiva a los sentimientos humanos; si el Papa aceptará o no el ofrecimiento que le ha hecho El Cordobés -beatle del toreo-, de lidiar seis toros en Roma, gratuitamente a beneficio de las misiones; si Diego Puerta -millonario a costa de cornadas- es un producto esquizofrénico de la nueva ola taurina; si el toreo va en decadencia, porque las plazas sólo se llenan de embrujo de un nombre mientras en otras plazas los mejores y más duros toreros solo encienden las pasiones de los entendidos y de los iniciados.

Nosotros vimos a los Beatles en la Plaza Monumental de Madrid. Éramos parte de las doce mil personas, desde ancianos hasta niños; pero en una indiscutible mayoría de adolescentes entre los 14 y 21 años, fuertemente custodiados por más de mil policías bien armados -los temibles grises del generalísimo Franco- encargados de impedir que se repitieran en los alrededores de la plaza los episodios casi sangrientos del salón Prince, cuando los gamberros que se trenzaron a palo y piedra con los guardianes de una explosión de beatlemanía a larga distancia.

En las barreras y en los tendidos niñas de senos improbables y jóvenes alemanas de senos indiscutibles establecieron durante cuarenta y cinco minutos un corto circuito impresionante entre la batería de Ringo y las tres guitarras de Paul, John y George, y un público que aún sin quererlo participó de un extraño exorcismo.

Algunos fueron a la plaza «a ver qué es eso de los Beatles», otros con intención de comprender a sus hijos y a sus hijas, y de penetrar en ese nuevo mundo en que vive la adolescencia, algunos con el decidido propósito de comprobar que aquello era una estafa.

Al concluir el espectáculo los únicos que no bailaban eran los grises. Estaban demasiado ocupados torciéndole el brazo a los más exaltados o estableciendo una muralla de bolillos entre los fanáticos y los cuatro endebles Caballeros de la Orden del Mérito Inglés, que abandonaban el circo como los toreros en una tarde de gloria entre pañuelos blancos y ovaciones…

Porque, dígase lo que se diga, los Beatles son cosa seria. Demasiado seria. Por algo constituyen para el declinante imperio británico una de sus principales fuentes de divisas hoy en día.

Por 45 minutos de su música habían cobrado 2´500.000 pesetas que en dólares limpios significan algo más de cuarenta mil dólares.

Dos días después, su santidad, el Papa Pablo VI amonestaba a la juventud y condenaba a los jóvenes que «gritan y patalean cuando oyen cantar a los ídolos del momento». Nosotros habíamos presenciado esa «agitación mimética y frenética ante espectáculos tontos» de que hablara Pablo VI, en la capital de un Estado eminentemente católico y policíaco, sin que la admonición de los pastores ni el temor de los grises pudieran controlar las explosiones de histeria de miles de jovencitos embeatilizados que no solo con gritos sino con pañuelos blancos pedían para Ringo y su cuadrilla las dos orejas y la vuelta al ruedo.

Hablar de los Beatles, cuando se acaba de rozar el Vietnam, o cuando se regresa al caldero colombiano en permanente ebullición, parece un anacronismo y casi una tontería. Posiblemente lo es. Pero ya hablaremos de Vietnam y de la bomba china y de la fortaleza de Quemoy y de la reforma agraria de Formosa y de una geografía de la pobreza y de la guerra. Este es un abrebocas, un entremés, una divagación sobre un tema de actualidad que inclusive preocupa hoy a Su Santidad Paulo VI…

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