Guillermo Cano

Por Guillermo Cano Isaza

El Espectador, marzo 10 de 1985

Resultaría insensato suponer siquiera que el Estado, ese gran monstruo con tentáculos múltiples, no tenga en su gigantesco organismo detectores que le estén advirtiendo el fenómeno de la situación de su presencia en los grandes y pequeños problemas de nuestros municipios, corregimientos, aldeas, es decir, del territorio rural colombiano, mientras los movimientos identificados con la subversión están asumiendo allí, abiertamente, sus funciones y las ejercen con la estrategia de ganarse el favor de las gentes humildes. Tampoco podemos creer que los partidos políticos tradicionales de la República, que desean mantener un régimen democrático, con libertades y ordenando jurídica, económica, y socialmente, no hayan tampoco detectado que están siendo también sustituidos por esos movimientos extremistas que con armas y uniformes o sin ellos se están infiltrando en la población electoral apareciendo como los moralizadores de las costumbres administrativas y como los voceros de las frustraciones más sentidas del pueblo para conseguir lo que necesitan y lo que tanto tiempo han necesitado y pedido infructuosamente.

En el importante documento del señor procurador de la Nación, sobre el estado de la subversión en el país, que tiene que haber puesto a pensar al Estado, a los partidos políticos, a las Fuerzas Armadas y a las gentes que pertenecen a la dirigencia nacional, muy seriamente, en la situación que vive el país, no encontramos muy identificable este fenómeno que, sin embargo, los periodistas detectamos con profunda inquietud porque a nuestras sensibles antenas llegan de diversas regiones del país las señales inequívocas de que la subversión o la guerrilla, o como se la quiera llamar, está poniendo en práctica estrategias para atraerse simpatías que antes era fácil obtenerlas para el liberalismo o el conservatismo según el caso, para los gobiernos y para las instituciones. Están apareciendo esas gentes con los poblados y caseríos para acercarse a los problemas que afectan a sus gentes y con acción sutil e inteligente aparecer como sus redentores. Sabemos de casos en que les han construido vías, les han instalado pequeños acueductos y, sobre todo, sabemos que en muchos casos se han encargado de domar a los matones de pueblo, esos personajes que, sustentados en poderes políticos, atropellan injustamente a los campesinos y arbitrariamente abusan de sus vidas, bienes y honra.

Entre tanto, en los encopetados salones de las grandes capitales se mira con una indiferencia irresponsable y temeraria el estado de atraso, miseria e indefensión en que se encuentran cuando menos la mitad, por no decir las tres cuartas partes, de la población colombiana. Pero, eso sí, en esos mismos salones con sofás abollonados se habla -y no se acaba- de los peligros de la subversión, del secuestro, de la extorsión y del boleteo. Muy cómodo, ciertamente, pero muy imbécil posición la de una clase dirigente que exige para sí todos los privilegios, mientras se olvida de que millones de sus compatriotas no tienen agua potable, no tienen puestos de salud, no tienen escuelas, no tienen luz, carecen de vasos comunicantes para irrigar lo que con el sudor de su trabajo producen, que padecen de la indefensión oprobiosa de quien carece de todo derecho a la justicia.

Mientras la subversión, con una tarea de zapa de una habilidad indiscutible, se acerca al pueblo, como tienen que haberlo detectado los gobernantes y los partidos políticos, nos encontramos a estos últimos absolutamente alejados de la realidad de lo que está sucediendo. Les preocupa el nombramiento de un tesorero en un municipio olvidado para tener una ficha electoral, pero les importa poco que ese tesorero apalancado se enriquezca sin causa justa ante la mirada testimonial de los pobladores que no tiene cómo impedir que se corrompa la administración y que el dinero de todos pase, sin mancharse, al bolsillo ladrón del funcionario deshonesto.

De esto se han dado cuenta los subversivos y son los que, en defensa del pueblo, se presentan al municipio y le ponen los puntos sobre las íes al tesorero ladrón. Usan, es cierto, en estos casos, también la amenaza de la extorsión y boletean al tipo no pidiéndole dinero sino anunciándole que si no se va del pueblo con sus ladronadas a otra parte se lo harán saber con el pum pum de las armas.

¿Con qué resultado? Pues el de que el pueblo, con su malicia, sabe que el tesorero ladrón es una cuota política liberal o conservadora y que quien le impide que siga robando es la guerrilla. Responda entonces la opinión: ¿a qué lado se inclinan las simpatías de esas gentes?

Y el fenómeno más inquietante es que este coqueteo de la subversión con el pueblo es diario mientas la ausencia de los partidos políticos se prolonga por semanas y meses, es decir, que sólo aparece esporádicamente por allí en épocas de elecciones, precisamente a pedirles el voto a quienes se han dado cuenta de que se les nombra para administrarles sus pueblos y sus patrimonios a abusadores y a ladrones.

Estamos señalando un fenómeno detectado y detectable. Y lo hacemos para que nuestra encasillada clase política y nuestros gobernantes de alto y medio nivel no se llamen a engaño y los sorprenda de pronto un fenómeno cuyos desarrollos puedan poner en peligro la estabilidad democrática. Porque desestabilizada ésta, lograda cierta amplitud de simpatía por quienes están buscando su desquiciamiento y la situación de la libertad por la opresión, la revolución extremista, que tanto hace temblar a los contertulios de café y de coctel, puede llegar, como lo advierte el procurador, cuando menos se espere o cuando se haya llegado al punto sin retorno. Y nuestros partidos políticos, entre tanto, increíblemente, en estos tiempos turbulentos, siguen en Babia y no parecen salir de allí… Algo así como una reedición de la Patria Boba…

Apuntala nuestra inquietud la escala de los paros cívicos. Con razón se dice que en estos movimientos, ríos revueltos, hay pescadores que se llevan las ganancias. Y esos pescadores resultan ser los líderes conectados con la guerrilla o la subversión que aparecen en el momento oportuno para liderar las justas protestas de los ciudadanos. Son los que llamanperturbadores en los comunicados oficiales. Sí. Es su oficio. Pero al concluir el paro cívico, por lo general obteniendo los pobladores lo que no habían conseguido por las peticiones respetuosas de que habla la Constitución, esos perturbadores resultan ser los ganadores ante la opinión de las gentes, por lo general ingenuas y hasta ignorantes.

La presencia del Estado ante las angustias de las gentes de nuestros pueblos se demora. Tiene la chispa retardada. Cuando llega al foco del problema, cuando se ha incendiado la multitud, ya se han adelantado los perturbadores. Uno tiene que entender que la desesperación de la gente la lleva a arrimarse al primer palo, aunque no sea el mejor al que se arrimen. Cuando la miseria aprieta, cuando las enfermedades diezman las familia, cuando hay que beber agua envenenada porque no hay otra, cuando se siente la carencia de las comodidades que otros disfrutan y ellos no tienen, está abonado el terreno para el proselitismo que dentro de las nuevas estrategias detectadas de la subversión se está aplicando.

Tenemos que reconocer que vamos de para atrás como responsables de una democracia mientras van para adelante los que tienen objetivos claros de realizar una revolución que no será pacífica sino sangrienta. Decir estas cosas levanta roncha en los que no quieren ver ni oír. Y las encuentran, desfigurando temerariamente lo que nos inspira, como apología de la subversión. Lejos de nosotros tamaño error de apreciación. Lo que sucede es que estamos viendo con ojos abiertos y alerta las realidades nacionales. Nos estamos dejando ganar de mano al no hacer, como es nuestro deber, el cambio estructural pacífico de este país, que tanto nos duele y tanto queremos. Los planes de rehabilitación no se ven en las zonas afectadas por la violencia. Marchan con una lentitud desesperante cuando marchan en alguna parte. Y crecen, en cambio, con velocidad meteórica, las urgencias insatisfechas de la mayoría de los colombianos.

La guerra represiva y sangrienta puede imponer una paz pírrica sembrada de muerte. Pero no recogeremos cosecha de frutos buenos sino seguramente tormentas peores.

Hagámonos presentes donde se está pidiendo nuestra presencia, y veremos cómo le quitamos los argumentos a la subversión y le restamos las simpatías que pueda estar que pueda estar conquistando con sus nuevas estrategias.

Lo que no podemos seguir siendo es testigos ciegos, sordos y mudos de las angustias nacionales. Con partidos y Gobierno estáticos. Enredados en discusiones bizantinas, en maniobras de póker político, mientras a nuestro alrededor, como en los versos de Jorge Zalamea, puede estar o está creciendo la audiencia… Pero no la audiencia que queremos para esta Colombia nuestra y la de nuestros hijos y la de los hijos de nuestros hijos…

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