Quién iba a pensar que, luego del penoso esfuerzo de trasladar a palabras los sentimientos más íntimos que nos produjeron la muerte de seres tan queridos y tan estrecha e indeleblemente unidos a nosotros por la querencia de la amistad y las afinidades de la profesión, deberíamos sentarnos ¡otra vez! a escribir sobre una de las más recias personalidades del periodismo colombiano, el gran Lucas Caballero Calderón (Klim).
A Lucas lo conocí cuando, usaba “nickers”, la moda de la época, unos horribles pantalones bombachos, y cuando él era ya personaje importante de las letras nacionales, en una de las tertulias que solía reunir mi padre en nuestra casa con sus colaboradores más admirados y sus amigos más íntimos. Ciertamente era un espectáculo de la inteligencia, los diálogos entrecruzados entre Lucas Caballero, Emilia Pardo Umaña, Eduardo Zalamea, Ulises, Ciro Mendía, el Runcho Ortega y tantos otros. Todo era creación, humor, del humor verdaderamente bueno, improvisación literaria, reminiscencias históricas, política, poesía. Aunque no se nos permitía permanecer en el recinto sagrado de las tertulias por mucho tiempo, en ese entonces, con Lucas, como con los demás, nacieron en nosotros amistades que jamás se interrumpieron.
Curiosamente con Lucas, a medida que los años fueron pasando, las vinculaciones afectivas con una grandísima dosis de admiración por una persona que escribía con insuperable donosura nuestro idioma español, y construía con su columna de humor el gran monumento que los tiempos no lograran destruir, al buen decir y al mejor interpretar a toda una sociedad como la colombiana, se acrecentaron hasta llegar a ser, en su momento, un mensajero suyo ante don Gabrielito, el gerente, y ante Marujita Rojas, la cajera, para hacerle efectivos vales anticipados por sus colaboraciones todavía no recibidas, para sacarlo de aprietos cuando quedaba retenido físicamente en alguna de las mejores casas que tan bellamente bautizó Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada como “las casas de las misericordias”. El inflexible gerente y la igualmente inflexiblemente cajera que manejaban los precarios ingresos de El Espectador sucumbían a los brevísimos mensajes llenos del más puro humor y plagados de intencionadas referencias que yo transmitía, y cancelaban, como excepción casi nunca concedida a otros, los adelantos pedidos.
Y en estos últimos años, desde cuando Lucas regresó a su primera casa periodística, seguí siendo el emisario de sus solicitudes. Lucas, que no temía empuñar su pluma contra los más poderosos, parecía sufrir de una timidez insuperable frente a la gerontocracia de los periódicos y a eso se debía que por interpuesta persona hiciera llegar sus mágicos papelitos que surtían efectos ahora corno en el pasado. Hace poco, por ejemplo, con una de sus columnas me agregó un papelito, eso fue por el mes de diciembre del año pasado, en que decía: “Guillermo: te ruego preguntarle a Luis Gabriel (el gerente), si la única ‘prima’ que tiene El Espectador es la Nena Cano. Klim.”. Al día siguiente Luis Gabriel, el gerente, le envió una respuesta en un cheque cruzado…
Cuando la crisis de 1977 que ocasionó el retiro de los tres Caballeros de El Tiempo, Luis Gabriel y yo visitamos a Klim en su apartamento. Nos recibió en pijama y en bata y con una excelente marca de whisky escocés lista para ser servida. Nosotros íbamos a ofrecerle las páginas de El Espectador para que continuara expresando con entera libertad su pensamiento dentro de su estilo y con la mayor periodicidad posible.
Consumimos varias copas del buen whisky antes que la timidez de los Cano y la timidez de Lucas, ante un gerente, se rompiera, y se alcanzara en un brevísimo intercambio de palabras un pleno acuerdo que nos permitió que el gran humorista y escritor regresara a las columnas editoriales de nuestro periódico. Era un regreso bienvenido y sobre todo un regreso oportuno porque el país necesitaba en ese entonces, y lo siguió necesitando hasta su muerte, de la columna de Klim (antes Lukas) para combatir los excesos, la inmoralidad, desnudar personajes y exhibirlos en “meros cueros” ante sus compatriotas. El país se va a sentir, se siente ya, huérfano de un gran guía que, con su sentido del humor, el difícil oficio de escribir con humor, le ofrecía tres días a la semana el plato fuerte de la agudeza mental de un genio.
Se suele decir que nadie es irremplazable, pero difícilmente habrá quien remplace a Klim en un campo que, con excepciones muy pocas como Alfonso Castillo Gómez o Fernando Reyes, parece estéril por ahora en Colombia.
Pero Lucas Caballero no era solamente el gran humorista. Era un escritor castizo, que cuando se proponía escribir en serio, en serio -¡y de qué manera! – lo hacía. Razón tiene su hermano Eduardo Caballero Calderón, en el prólogo al último libro editado por Klim, Yo, Lucas, cuando escribía a propósito de la sintaxis impecable del escritor fallecido: “Para corroborar lo anterior, bastaría recordar cómo escribe cuando lo hace en serio, en género tan difícil por lo manido y de pie forzado, como es el necrológico. Lo practica raras veces, cuando lo conmueve la desaparición de un amigo o de alguien a quien, sin serlo, estimaba y admiraba de veras”.
En efecto, y así lo recordó el padre Solano la homilía durante las honras fúnebres, Lucas escribió páginas memorables, brillantísimas, como la dedicada a monseñor Perdomo en su muerte, o cuando recientemente en páginas de El Espectador se refirió a la esposa de su hermano, Isabel Holguín de Caballero, cuya muerte lo conmovió terriblemente.
En realidad, frente a esos ejemplos, ¿qué podríamos decir nosotros, que carecemos de su fibra genial en esta libreta de pequeña libreta de apuntes?
Una última cita, también tomada del prólogo de Eduardo Caballero Calderón, donde se resalta otra de las admirables facetas de Lucas, su liberalismo a toda prueba:
“… Y es que más que centenares de los llamados luchadores liberales, de politicastros que una vez elegidos o reelegidos en una corporación pública reciben el homenaje de un banquete popular por suscripción obligatoria, Lucas sería acreedor al agradecimiento de millares de liberales morosos. Aun en los tiempos más duros de la censura de prensa, cuando era casi imposible escribir en los periódicos pues se tenía la bota en la nuca y un esbirro en la oreja, Lucas se las ingeniaba, para decir, sin decirlo, lo que tenía que decir. Con un ramalazo de ortigas vapuleaba la epidermis de los acaparadores y usufructuarios del Estado, sin que éstos encontraran por dónde agarrarlo. Lucas no ha sido solamente, como tantos otros, un heredoliberal sino un liberal de veras, incapaz de concebir la vida, sobre todo la actividad intelectual, fuera de una atmósfera de libertad absoluta. Cualquier vaho que la enturbie, lo mortifica. Libertad frente a los hombres y a sus ideas, libertad frente a los ideólogos, los cabecillas, los directorios, las directivas y los pontífices consagrados de tiempo en tiempo por la tontería popular. Aunque aislado de la sociedad y encerrado voluntariamente en el cuarto oscuro en que revela -es decir, trascribe en máquina- las fotografías tomadas por su imaginación siempre alerta, Lucas es tal vez el más libre, el más acendradamente liberal de todos los liberales colombianos”.
Por buen amigo, por gran liberal, por excelente escritor, por magnífico humorista, por insobornable periodista, nos duele la muerte de Lucas. A su esposa Isabelita Reyes de Caballero y a su hijo Lucas, como a sus hermanos Eduardo y Anita, y a su primo Enrique, les expresamos que su duelo es también hondamente nuestro.