Guillermo Cano

Gabriel García Márquez en la entrega del premio Mundial de la Libertad de Prensa Unesco/Guillermo Cano en Bogotá, 1997

Por Gabriel García Márquez

Marzo 18, 1987

En el momento decisivo de la Segunda Guerra Mundial, Eduardo Zalamea Borda declaró en Londres con un desparpajo ejemplar que El Espectador de Bogotá era el mejor periódico del mundo. Lo más grave de esa declaración no era que Zalamea Borda la hubiera hecho a través de los servicios universales de la BBC de Londres. No: lo más grave era que él se la creía en realidad, y que todos los que hacían el periódico en aquel tiempo y muchos de quienes lo leíamos, estábamos convencidos de que era cierta.

El Espectador de entonces, con su primer medio siglo encima, hecho en una casa alquilada y en las maquinarias sobrantes de otro periódico rico y prepotente, no era más que un vespertino de ocho páginas apretujadas, cuyos cinco mil ejemplares escasos se los arrebataban a los voceadores casi en la puerta de los talleres, y se leían en media hora en los cafés helados y taciturnos de la ciudad vieja. Pero esa conmoción efímera de las cinco de la tarde era una ración de vida para los lectores, que quedaban tan bien informados y orientados como los que leían los periódicos más importantes en las grandes ciudades del mundo. De modo que al cabo de tanto tiempo, mirando hacia atrás con el prisma embellecedor de la nostalgia, no estoy todavía muy seguro de que fuera demasiado grande la exageración de Eduardo Zalamea.

Pues bien: apenas cuatro años después de esa declaración, el mejor periódico del mundo tenía el director más joven del mundo: Guillermo Cano, de 25 años, el ejemplar más retraído de una tercera generación de periodistas congénitos. Su promoción espectacular, en efecto, no parecía ser el fruto prematuro de sus méritos personales, sino más bien el cumplimiento de una predestinación que estaba escrita desde antes de su nacimiento.

Era una época en que el oficio no lo enseñaban las universidades, sino que se aprendía al pie de la vaca, respirando tinta de imprenta, y la mejor escuela del país era sin duda la redacción de El Espectador, con maestros sabios y de buen corazón, pero de mano dura. Guillermo Cano había empezado allí desde las primeras letras, con notas taurinas tan severas y eruditas, que su vocación dominante no parecía ser de periodista sino de novillero. Así que la experiencia más dura de su vida debió ser la de verse ascendido de la noche a la mañana, sin escalones intermedios, de estudiante primíparo a maestro mayor.

No era para menos, pues la sala de redacción del periódico podía causarle escalofríos al más bragado. En primer lugar estaba el propio padre de la criatura, don Gabriel, cuyo retiro voluntario de aquellos días no se lo creyó ni él mismo, pues no bien se subió a su palomar de jubilado con el pretexto de envejecer despacio sin molestar a nadie, cuando ya se había constituido en el crítico más encarnizado del periódico. Lo leía letra por letra, hasta los avisos clasificados y las esquelas mortuorias, y con un plumón acusador del color de la sangre señalaba las erratas, los gazapos, las burradas cotidianas, y exhibía los recortes en un tablero público que muy pronto mereció su nombre: “El muro de la infamia”.

El segundo de a bordo era Eduardo Zalamea, el inolvidable Ulises, explorador incansable de los océanos más secretos y esquivos de la sabiduría. Ya desde entonces, siendo tan joven, José Salgar había subido por la escalera de caracol de la terquedad cotidiana desde el subsuelo de los talleres de la imprenta hasta la jefatura de la redacción, y estaba consagrado con justicia como el mejor periodista del país, aunque muy pocos y muy pocas veces le habían visto la cara. Estaba Darío Bautista, que desde el primer canto de los gallos que todavía tenían donde vivir y folgar en Bogotá, se dedicaba a amargarles la aurora a los ministros de Hacienda, con las cábalas casi siempre certeras de un porvenir siniestro. Estaba Gonzalo González, mi primo, con una pierna enyesada durante casi dos años por un mal partido de fútbol, que escribía la sección más seria y divertida de su tiempo para contestar preguntas a los lectores, y que de tanto estudiar para hacerlo bien terminó por volverse él mismo especialista en todo. En medio de ellos y de tantos otros que olvido a propósito por no hacer interminables estas crónicas, el más joven, el menos experto, y el más tímido, era el nuevo director.

Un golpe de suerte de mi destino me llevó, en 1953, a recalar en aquella playa difícil. Desde tres años antes, Eduardo Zalamea publicaba mis cuentos en el Suplemento Literario del periódico, pero no nos conocíamos, ni yo conocía a nadie de la redacción. El terror sagrado de ser lagarto me obligaba a dejar los originales dentro de un sobre en la portería del periódico, mientras estuve en la Universidad Nacional, o a mandarlos por correo desde Cartagena y Barranquilla, a donde me fui a vivir después de que mi única maleta y mi primera máquina de escribir se volvieran cenizas con mi pensión de estudiante el 9 de abril de 1948.

No volví hasta cinco años después, cuando el poeta Álvaro Mutis, jefe de relaciones públicas de una compañía de aviación que se acabó cuando todos sus aviones se estrellaron, me invitó a pasar un fin de semana en Bogotá. Fue el fin de semana más largo de mi vida, pues todavía no ha terminado. Pasó mucho tiempo antes de que descubriera que esa invitación había sido una martingala de Guillermo Cano para llevarme a la redacción de su periódico, casi a la fuerza, a pesar de mis reticencias a volver a Bogotá después de la experiencia amarga del 9 de abril. Mordí el anzuelo, para fortuna mía, como redactor de planta durante tres años, y como un amigo sin formalismos y un colaborador incondicional, contra todas las tormentas de este mundo y del otro, hasta el día de hoy.

Mi primera sorpresa al entrar por primera vez en la luminosa sala de redacción del nuevo edificio de El Espectador, fue comprobar que Guillermo Cano era de veras el director, con autoridad y mando, cuando muchos pensábamos desde afuera que no era más que un hijo obediente. Lo que más me llamó la atención desde el primer día fue la rapidez con que reconocía la noticia. A veces tenía que enfrentarse a todos, aún sin muchos argumentos, hasta que lograba convencerlos de su verdad. Una tarde, minutos antes de que el periódico entrara en las máquinas, se desplomó sobre la ciudad un aguacero torrencial como recuerdo muy pocos. La sensación de fracaso fue completa para quienes acabábamos de meter en el horno nuestro pan de cada día. Nada había que hacer, salvo contemplar el agua por la ventana, hasta que Guillermo Cano se volvió a decirnos:

Este aguacero es noticia.

Empezó a dar órdenes, mandó a los fotógrafos para la calle, encomendó a cada redactor una investigación relacionada con su especialidad. Al fin él mismo se sentó a la máquina, e hizo en una cuartilla simple una síntesis magistral del desastre de tres horas que acababa de ocurrir. Cuando escampó, a las seis de la tarde, la edición completa del aguacero había reemplazado a la del día, y salió al encuentro de los lectores empapados que aún no lograban regresar a sus casas en una ciudad desordenada por la tormenta.

Tal vez en ninguna ocasión me incliné con tanto respeto ante el olfato profesional de Guillermo Cano, como la tarde en que el marinero Luis Alejandro Velasco se presentó en la redacción para decir que quería vender sus memorias. Había concedido tantas entrevistas, había contado tantas veces la noticia al derecho y al revés, que ya no le interesaba a ningún periódico y menos al nuestro, atormentado siempre por la fiebre de la primicia. Todos estuvimos de acuerdo: “Esto es un pescado frío”. Sólo Guillermo se empecinó en que se hiciera el reportaje, en la que fue quizás la única ocasión en que casi me obligó a cumplir una orden. Nunca en mi vida he empezado algo con menos ganas, seguro de que nadie lo iba a leer, y hasta con un deseo secreto de fracasar para demostrar mi razón.

Nadie que no lo conociera de cerca hubiera podido vislumbrar, detrás de sus maneras suaves y un poco evasivas, la terrible determinación de su carácter. Fue él quien impuso la crítica de cine cuando los exhibidores se oponían con la amenaza de suspender los anuncios. Convenció a su padre, a sus hermanos gerentes, a todos, y por primera vez se le dio luz verde a la crítica de cine en un periódico grande. Los propios empresarios tuvieron que reconocer la razón de Guillermo: las críticas desfavorables no les quitaban público a las malas películas, y en cambio se lo llevaban a las buenas, que eran las más difíciles de promover. Con la misma pasión se empeñó en batallas mucho más vastas y peligrosas, sin detenerse jamás ante la certidumbre de que detrás de las causas más nobles siempre acecha la muerte.

No he conocido a nadie más refractario a la vida pública, más reacio a los honores personales, más esquivo a los halagos del poder. Era hombre de pocos amigos, pero los pocos eran muy buenos, y yo me sentí uno de ellos desde el primer día. Tal vez contribuyó a eso el hecho de ser los menores en una sala de redacción de sabios, lo cual nos creó además un sentido de la complicidad que no había de desfallecer jamás. Lo que esa amistad tuvo de ejemplar fue su capacidad de prevalecer contra nuestras propias contradicciones. Los desacuerdos políticos eran muy hondos, y lo fueron cada vez más a medida que se descomponía el mundo, pero siempre supimos encontrar un territorio común donde seguir luchando juntos por las causas que nos parecían justas.

Durante casi cuarenta años, a cualquier hora y desde cualquier parte, cada vez que ocurría algo en Colombia mi reacción inmediata y certera era llamar a Guillermo Cano por teléfono para que me contara la noticia exacta. Siempre, sin una sola falla, salía al teléfono la misma voz: “Hola, Gabo, qué hay de vainas”. Un mal día de diciembre pasado, María Jimena Duzán me llevó a La Habana un mensaje suyo, con la solicitud de que escribiera algo especial para el primer centenario de El Espectador. Esa misma noche, en mi casa, el presidente Fidel Castro estaba haciéndome un relato absorbente en el curso de una fiesta de amigos, cuando oí, casi en secreto, la voz trémula de Mercedes: “Mataron a Guillermo Cano”. Había ocurrido quince minutos antes y alguien se había precipitado al teléfono para darnos la noticia escueta. Apenas si tuve alientos para esperar, con los ojos nublados, el final de la frase de Fidel Castro.

Lo único que se me ocurrió entonces, ofuscado por la conmoción, fue el mismo impulso instintivo de siempre: llamar por teléfono a Guillermo Cano para que me contara la noticia completa, y para compartir con él la rabia y el dolor de su muerte.

Escrito por el Premio Nobel de Literatura en 1987, en homenaje a Guillermo Cano Isaza .

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