Por: Maryluz Vallejo*

En sus memorias, García Márquez cuenta que la primera lección importante de reportero la tuvo en la redacción de El Espectador, una tarde de 1954, “en que cayó sobre Bogotá un aguacero que la mantuvo en estado de diluvio universal durante tres horas sin tregua”. A la hora de cierre y desde los ventanales, los periodistas veían pasar el desastre por la avenida Jiménez, impotentes, hasta que “de pronto, Guillermo Cano pareció despertar de un sueño sin fondo, se volvió hacia la redacción paralizada y gritó: ¡Este aguacero es noticia!”.

Para entonces, Cano Isaza tenía 29 años y era el director del periódico, cargo que ocupaba desde 1952, aunque su padre, Gabriel Cano, era la sombra tutelar. Antes hizo escuela en el diario, adonde llegó de 17 años, recién graduado del Gimnasio Moderno, a recibir la formación intensiva de reportero con la guía de maestros como Eduardo Zalamea Borda, Álvaro Pachón de la Torre, Camilo y Emilia Pardo Umaña, Gonzalo González (GOG) y, por supuesto, su padre y su tío Luis. Pasó de los talleres de armada a la redacción y comenzó su faena reporteril con la crónica taurina, bajo el seudónimo de Conchito (en homenaje a la bella Conchita Cintrón, la rejoneadora peruana que le quitaba el aliento a la afición). Durante cuatro años escribió esas revistas taurinas coloridas y ajustadas como los trajes de los matadores.

Con ese quiebre de cintura para hacer pases con la muleta y verónicas con las metáforas, pasó a la sección deportiva y en 1946 entró a las grandes ligas como “enviado especial” a Barranquilla para cubrir los V Juegos Centroamericanos y del Caribe. En ese escenario, más interesado en los testimonios y relatos de vida de los deportistas que en los resultados de las justas, comenzó a fortalecer el músculo narrativo. Pero su estrellato como cronista deportivo lo obtuvo en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, con reportajes premonitorios como el titulado “Los juegos no son juegos”, donde dio cuenta de la politización que contaminaba el espíritu deportivo, antes y después del ataque terrorista del comando Septiembre Negro. El último gran evento deportivo que narró a gusto fue el Mundial de Fútbol de España, en 1982, con veinte crónicas rotuladas como “Tiros libres 82?, por las que recibió, póstumamente, el Premio Postobón al Periodismo Deportivo.

En esos años de formación cultivó otras modalidades de la crónica para tomarle el pulso al diario acontecer. Fungió de veedor público de la capital de la República, desde entonces fortín de políticos y de burócratas, y salió como un caminante adolorido a inventariar las ruinas del Bogotazo, en abril de 1948. Pero no todas eran crónicas luctuosas: en agosto de ese mismo año publicó en el suplemento dominical su pieza más célebre y reproducida: “Cómo se exterminan la pulga y la rata”. Allí habla sobre dos jóvenes estadounidenses que, “con un cargamento de ideas en la cabeza, una maleta llena de insecticidas y un fumigador en las manos”, instalaron en un estrecho local de la calle 24 con la carrera sexta “un negocio desconocido en Colombia”: la New York Exterminator Company.

Y como antes se lució en el coso taurino, descolló en la pasarela de los cronistas del reinado de Cartagena, que lo enviaron a cubrir en 1949. Se encontraba en el hotel Caribe, el 9 de noviembre, cuando recibió un cable del periódico donde le pedían que enviara todo lo que pudiera sobre el concurso de belleza, el único material que podría sobrevivir a la censura, ya que estaban decomisando las ediciones diarias. Esa experiencia le sirvió para aguzar los sentidos: “parar oreja” para acceder a información extraoficial del jurado y para la observación detenida que le permitiera describir el traje de baño que lucían las “señoritas” en la playa. Desde entonces también aprendió a ser un estratega en burlar la censura, que padecería una y otra vez durante toda su carrera periodística.

La experimentación siguió con la crónica de viaje, golosina para un amante de los viajes, más cuando encerraban aventuras en el mar o en el aire. Gracias a una gira que realizó por Europa a comienzos de 1951, acompañado de varios colegas, publicó en el Magazín Dominical una bitácora con 24 entregas. Allí sobresalen sus estampas de ciudades españolas, país al que siempre declaró su amor, así como a su esposa catalana, Ana María Busquets. Con ella volvía de su luna de miel por Europa, el 13 de junio de 1953, cuando la noticia le cayó literalmente en bandeja: ese día Colombia tenía tres presidentes. Desde el vuelo dio pistas para titular y enfocar la noticia. Y es que si no se olía las chivas con su olfato “canino”, ellas lo perseguían; incluso cuando leía, su placer extremo, podía toparse con una novela policiaca cuya trama pronto descubriría en un cable internacional.

Después de alternar durante más de cuarenta años la escritura de crónicas, reportajes y artículos de opinión -editoriales y notas de la sección Día a Día, que no firmaba pero que tenían su estilo directo, coloquial, enfático-, en 1979, en su reposada madurez, cambió de tercio e inició la columna dominical “Libreta de Apuntes”, que sostuvo hasta su muerte. En esta tribuna alternaba los recuerdos, las semblanzas de sus amigos, los comentarios de libros imperdibles, las denuncias sobre corrupción y componendas políticas, los hechos de violencia y las notas ligeras, como tantas que escribió sobre la Navidad, época que amaba para festejar en familia y que el 17 de diciembre de 1986 sus victimarios decidieron volver negra. Así se tituló su última libreta, publicada póstumamente, donde se lamentaba de todas las tragedias que apagaban las luces decembrinas, como la muerte violenta de su compañera del periódico Amparo Hurtado de Paz, de su esposo y de su hijita.

Heredero de los más grandes editorialistas en la tradición del periodismo colombiano, dio duras batallas, como las que libró el abuelo Fidel Cano, por la libertad de prensa y por los derechos ciudadanos. Se enfrentó al poder omnímodo de las Fuerzas Militares, como después lo haría con los corruptos, las guerrillas y los narcotraficantes, sin que más adelante vacilara en apoyar el proceso de paz emprendido por el gobierno conservador de Belisario Betancur, porque sus filiaciones ideológicas, más que de partido eran de principios. Desde que asumió la dirección del diario y hasta su muerte defendió “las siete virtudes cardinales del periodista”: veracidad, imparcialidad, responsabilidad, oportunidad, claridad, brevedad y asiduidad, según una circular que envió a sus colaboradores en noviembre de 1953.

Veinticinco años después de su muerte valdría la pena pedir la “canonización” del maestro como uno de los impulsores del periodismo narrativo en Colombia. Su obra escogida -que saldrá recogida en mayo próximo, en un libro antológico, con aportes de Jorge Cardona, Carlos Mario Correa y esta autora, por iniciativa de la Fundación Guillermo Cano-, es la mejor prueba de los milagros que obró sobre todo en los lectores comunes, que se sintieron identificados con sus relatos de los grandes y pequeños acontecimientos del país y hasta de su vida personal, un periódico abierto.

Al recuperar su trayectoria y su obra periodística, los lectores comprenderán por qué para Guillermo Cano Isaza un aguacero era noticia cuando provocaba tragedias, como en la temporada invernal que hoy afecta al país. Pero el agua también era un motivo de inspiración, como lo declaró en la ‘Libreta’ titulada “El divino tesoro del agua”: […] “el agua tiene para mí el máximo atractivo y profeso por ella toda mi devoción […] Me siento feliz cuando llueve y quisiera salir al descampado a bañarme en la regadera celestial sin importarme un bledo […]”. Poética declaración para concluir que así como amaba el agua le dolía verla despilfarrada.

Un  Magazín Dominical que hizo historia

En 1948, por iniciativa de Gabriel Cano y para darle continuidad a una tradición del periódico, surgió el Magazín Dominical. Y fue idea de Luis Cano que el director de esta publicación fuera Guillermo Cano, quien para la época oficiaba como secretario de la Dirección. Este producto hizo historia en el periodismo colombiano.

En su primer momento, Guillermo Cano tuvo el apoyo de Eduardo Zalamea Borda y después lo codirigió con Álvaro Pachón de la Torre. Desde sus primeros números, esta publicación incluyó reconocidas firmas nacionales e internacionales, al tiempo que proyectó a varios intelectuales de la época que apenas despuntaban.

Los cuentos de Gabriel García Márquez, las crónicas de Felipe González Toledo y Germán Pinzón, los aportes de Flor Romero, Gonzalo González, Manuel Drezner, o las ilustraciones de Hernán Merino y Enrique Grau complementaron un trabajo de antología entre los años cuarenta y cincuenta.

Profesora de Periodismo de la Pontificia Universidad Javeriana.

Artículo publicado originalmente en el diario El Espectador, el diciembre 16 de diciembre de 2011, al conmemorarse 25 años del asesinato de Guillermo Cano.

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