Revisitar a Guillermo Cano, dos décadas después de su asesinato

Cátedra Guillermo Gano

Por Carlos Mario Correa Soto

Medellín, marzo 9 de 2007

Guillermo Cano:

Su alma se pasea por la zona libre de la crónica

Al terminar el bachillerato en el Gimnasio Moderno, Guillermo Cano entró a laborar de lleno en El Espectador en 1943, a los 18 años, primero en los talleres de armada, donde rápidamente aprendió a diagramar, a sacar pruebas, a leer al revés, a llevar galeradas a las páginas y a untarse de tinta. Pero todos sus pasos lo adelantaban en el camino hacía el ejercicio del periodismo, desde sexto de bachillerato cuando dirigió El Aguilucho, el periódico de su colegio. Su padre y su tío Luis Cano lo ascendieron de los talleres a la sala de redacción, y se dedicó inicialmente a escribir noticias culturales y luego crónicas taurinas y deportivas.

Una de las primeras crónicas que escribió Guillermo Cano fue sobre la torera Conchita Cintrón, lo que le valió el apodo de “Conchito” que le puso su padre, Gabriel Cano, y con el cual lo molestaron sus amigos durante mucho tiempo. El toreo fue una de sus pasatiempos favoritos, y según viejos colaboradores de El Espectador, el único tema en el cual coincidía con Hernando Santos, ex director de El Tiempo, con quien mantenía una relación más bien distante en cuanto a la manera de concebir y de ejercer el periodismo.

Guillermo Cano tenía una definición sencilla y práctica de la crónica periodística: “es el género que mayores posibilidades ofrece para desarrollar una información con un enfoque humano”.

Se lamentaba de que en el periódico no se pudieran incluir más crónicas, sobre todo las que enviaban los corresponsales desde diferentes regiones del país, debido a una dificultad que él desde esa época ya advertía como otra implacable censura, la censura del espacio:

“Los periódicos enfrentan diariamente el problema de su espacio vital. Estamos delimitados, en principio, por la oficina de publicidad en donde diariamente nos marcan el “bote”, es decir, el espacio destinado a la información […] y por esta razón “a veces las crónicas no han podido salir a la luz porque las noticias escuetas se imponen”.

En una entrevista realizada el 7 de octubre de 1985, la periodista cartagenera Sara Marcela Bozzi, le preguntó a Guillermo Cano, en su posición de director de El Espectador, cómo hacía, frente a la ocurrencia de un hecho importante, para discernir entre todas las versiones que se le presentaban cuál era la más veraz o la más confiable, y él le respondió:

“Yo tengo una gran confianza en mis redactores. Le creo a aquellos que me han dado garantía de sus palabras. El periodista debe tener su propia versión de los hechos, más allá de los comunicados oficiales. Los comunicados oficiales también los publicamos, pero no creemos que en ellos se recoja toda la verdad…”

La propia versión de los hechos por parte del periodista –quien los investiga, los reconstruye palmo a palmo o los vive-, me atrevo a pensar que esta es la idea que completa la definición de crónica que tenía Guillermo Cano. Tener la propia versión de los hechos…Y, claro está, contar con el respaldo editorial para poderla escribir y publicar; he ahí también, a mi modo de entender, la primera condición para poder edificar una crónica sobre bases firmes, con todo lo que este hermoso género, antecesor del periodismo informativo, demanda en cuanto a trabajo periodístico y a trabajo con la escritura, más exactamente con la narración.

En el trabajo como cronista, Guillermo Cano concretó su curso necesario de reportero raso y de escritor versátil, agudo en los detalles, sensible y vehemente, antes de afrontar el reto de ser el codirector de El Espectador, en 1952, y director a partir de 1974, en cuya condición fue valorado por los lectores como un editorialista y columnista combativo, único, no sólo por sus posiciones, argumentos y visiones sobre el futuro del país y de sus instituciones, sino por el estilo limpio de su prosa. Motivos que hacen antológica su Libreta de Apuntes, “donde sacaba su alma”-según lo recuerda su sobrino Fidel Cano, actual director de El Espectador- y donde, cada que tenía la ocasión, también sacaba su alma de cronista…

Como ustedes saben

El concepto de crónica se origina en el vocablo griego Kronos, tiempo. Y en los tratados de retórica se dice que esta forma de escritura consiste en el registro de la sucesión temporal de hechos. Y, es cierto, durante siglos los viajeros e historiadores registraron los acontecimientos en un género de escritura que conservó el nombre de crónica, porque predominaba la narración lineal en el tiempo, a pesar de los variados estilos de cada escritor que la convirtieron (a la crónica) en un “territorio sin fronteras” en la que se ubicaron varios y diferentes géneros periodísticos.

En el periodismo moderno se mantiene el nombre de crónica –aunque sin el rigor cronológico-, para referirse a formas de escritura que van desde el artículo de opinión a la columna personal. Es decir que, al evolucionar el género, perdió su raíz para adquirir múltiples expresiones. Y para mi uno de los conceptos sobre el género de la crónica más esclarecedores es el de Earle Herrera en su libro La magia de la crónica, donde dice:

“La crónica nace estrechamente vinculada a la historia propiamente dicha. Podríamos añadir: es la primera forma de “historiar”. Las aguas se comenzarán a separar cuando esta última va creando un discurso sistematizado, elaborando un método, delineando sus objetivos hasta convertirse, hoy, en una ciencia de estudio e investigación, con sus leyes y cuerpo teórico definidos…El cronista no toma, como el historiador, distancia de lo que narra. Por el contrario, está inmerso en su propia relación, y cuenta desde adentro lo que vio y oyó”.

Se considera que en Colombia la crónica se independizó formal y temáticamente desde comienzos de siglo XX. El cronista colombiano, aunque no abandonó la referencia al suceso de actualidad, se ocupó también de temas intemporales y de interés universal. Y cuando el cronista cuenta con su columna personal –de acuerdo con la profesora Maryluz Vallejo Mejía en su libro La crónica en Colombia. Medio siglo de 0ro, 1910-1960- , la crónica se convierte en una especie de cuaderno de bitácora, que le permite tomar el pulso a la actualidad en medio del tráfago de la información, para expresarla desde su punto de vista independiente y original, con una actitud comprometida ante la sociedad.

En todo caso, ese punto de vista independiente y original del cronista moderno implica que su personalidad, su ideología y su mirada individual del mundo, se reflejen en su trabajo narrativo, sin ninguna clase de cautela o de inhibición. Esa marcada individualidad del autor que se nota en muchas crónicas es, para mí, la única forma de objetividad posible en el periodismo. Es decir que, paradójicamente, mientras más evidente sea la presencia del autor en la crónica, informando y conceptuando, más claro, honesto, creíble y universal es su mensaje para el lector.

En esta perspectiva, la sensibilidad y la opinión del cronista no se pueden hacer a un lado o esconderse en temas tan propios de la crónica periodística como los viajes, los conflictos, el deporte, los avatares de la vida cotidiana de la ciudad, y los del propio periodista. Seria absurdo. La crónica, a diferencia del informe especial y del reportaje que son géneros descriptivos y explicativos, es un género sumamente denotativo y emotivo, y por eso en sus mejores trabajos se ve el esfuerzo del periodista narrador por dramatizar la vida misma.

Así pues, en ese territorio sin fronteras, en esa zona franca de la crónica, donde se mezclan varios géneros periodísticos y varias formas discursivas para dar cuenta del mundo de los seres humanos, bien sea en un tono serio o formal o en otros alegórico, desenfadado o irónico, hizo gala Guillermo Cano de sus fortalezas como ágil periodista y talentoso escritor.

En una primera búsqueda en los archivos de la sala de prensa de la biblioteca central de la Universidad de Antioquia, encontré varios artículos de don Guillermo Cano que, bien pueden ser considerados como crónicas, publicados en distintas páginas de El Espectador, como la sección Día a Día, el Magazín Dominical, en su columna Libreta de Apuntes; y también en los semanarios El Independiente y Sucesos…Existe un libro que reúne varias crónicas de fútbol de Guillermo Cano, reconocidas con el Premio Postobón de Periodismo, en 1988, pero que lamentablemente no está en ninguna de las bibliotecas de las universidades de Medellín.

Me interesa mucho señalar aquí y tratar de mostrarles con ejemplos cómo Guillermo Cano se construye así mismo como cronista, en la que podría llamar crónica de personajes, o crónica de semblanza, a través de sus evocaciones, de sus nostalgias, de sus anécdotas, sonrisas, gestos, palabras y frases apuntadas y señaladas en pelitos; y a través de su generosidad para hacerles homenajes y solicitar el reconocimiento para varias personas, comenzando por los miembros de su familia y los de su periódico, como Fidel Cano, su abuelo; Gabriel Cano, su padre; Álvaro Pachón de la Torre y José Salgar; sus escuderos; Luís Miguel Dominguín y Lucía Bosé, sus amigos:

En esta perspectiva, el texto El abuelo que no conocí, está dedicado al fundador de El Espectador, Don Fidel Cano, y en éste hace un retrato evocativo del hombre y del periodista de combate, en un tono confidencial. Esa crónica de juventud, publicada el 20 de marzo de 1977 en el Magazín Dominical, y que él mismo consideraba como uno de sus mejores trabajos, empieza así:

“Yo no conocí a Don Fidel. No tuve un conocimiento físico de él. Pero recuerdo que desde muy pequeño comencé a conocerlo espiritualmente”.

Y destaca en una de sus partes:

“Fue un conocimiento lento el que tuve de mi abuelo. A los quince años recibí en mis manos una colección de sus editoriales, recortados y pegados en un viejo catálogo de tipos. Fue aquél un contacto conmovedor en inolvidable con su prosa limpia y pura y exacta. A los quince años, como cada vez que tomo en mis manos un pedazo de papel escrito por mi abuelo, sentí más profundamente mi debilidad intelectual.

Algo había, sobre todo, que me impresionaba. En dos cortas columnas de periódico –escritas en un estilo magistral– mi abuelo analizaba cada día un aspecto de la vida colombiana. No se escapó a su inteligencia arista alguna de las actividades ciudadanas, y trataba con la misma propiedad el tema político – que tan bien conocía– como el literario; tan correctamente un problema de límites, como la inconveniencia de la pena de muerte. No se olvidaba jamás de los necesitados, ni de los perseguidos, ni de los humildes, y opinaba también sobre los poderosos, los ricos y los orgullosos”.

En 1980 Guillermo Cano recibió en nombre de su padre, Gabriel Cano, el Premio Simón Bolívar a la vida y obra de un periodista, y escribió un artículo, que el 19 de agosto de ese año, fue publicado en el periódico con el título: Don Gabriel Cano, Don Gabriel D´anuncio, Don Gabriel Quijote, en uno de cuyos apartes dice:

“Para Don Gabriel Cano el periodismo, el periódico y la libertad de imprenta son un todo. Cuando alguno de ellos falta o se ve deteriorado todo cuando significa el esfuerzo de transmitir honesta, objetiva y responsablemente la palabra queda comprometido y acaso herido de muerte.

Su pluma ha sido, como la lanza del hidalgo español, un arma punzante que, con adjetivos y sustantivos, ha rechazado la presión económica, combatido los inmerecidos privilegios, destruido monopolios aberrantes, dejado tendidos en el campo a los poderes de la vil moneda, cuando, si lo hubiera querido, esa misma pluma le habría seguramente servido a personas diferentes en carácter y en convicción, para alcanzar y acumular fortunas inmencionables, tan comunes hoy en esta Colombia atormentada”.

Con el título Mi personaje inolvidable, Guillermo Cano hace una semblanza de su compañero, y mano derecha, en el Magazín Domical, Álvaro Pachón de la Torre, quien a veces firmaba con el seudónimo de El Narrador Indiscreto. Y recuerda que Álvaro:

“El miércoles comenzaba su artículo, el artículo de fondo, el artículo firmado.

Entonces ocurría un fenómeno. Pachón de la Torre no podía comenzar a escribir antes de tener listo el título. Muchas veces, por las urgencias técnicas del periodismo, me tocaba solicitarle los miércoles por la mañana el título del artículo. Lo hacía por teléfono. No quería ver en su rostro la preocupación tremenda que le causaba tener que darme un título anticipado, un título que no lo hiciera feliz.

“A veces entraba a la oficina apresuradamente o se sentaba frente a la máquina y por una vez hacía de mecanógrafo y copiaba un título: “El Viaje de la Ostra hacia la Perla”. Acababa de regresar de Cuba y me confesó que todo el viaje de regreso –cerca de ocho horas en avión– había estado pensando un título y que la noche anterior no había dormido. Pachón de la Torre era un hombre que se desvelaba por un título”.

Este fanatismo de Pachón de la Torre conmueve en estos tiempos en los que uno de pregunta ¿qué se hicieron lo tituladores de la prensa colombiana?, al observar por ejemplo, como a un periódico local le faltó muy poco para titular sobre la muerte del Papa Juan Pablo Segundo, algo así como: “Ayer murió en Roma conocido sacerdote”.

José Salgar, entró a laborar en El Espectador a los 13 años, paso por todos los oficios periodísticos y entre sus retos tuvo la difícil tarea de “pulir” para el periodismo –sin que se perdiera para la literatura– a Gabriel García Márquez. Cuando don José Salgar cumplió 50 años de trabajo ininterrumpido en El Espectador, y aún no se vislumbraba su retiro, Guillermo Cano escribió, el 31 de julio de 1983, una crónica titulada El Mono José Salgar, de la cual cito este aparte:

“(…) No en vano me ha tocado ser testigo de excepción de la mayoría de su vida profesional y puedo dar fe y testimonio irrefutable de que como el Mono Salgar no hay dos ni ha habido dos en el periodismo colombiano. Se hizo a sí mismo, en todos los sentidos. Se educó, se capacitó, se perfeccionó por su propio esfuerzo, sin ayuda externa, en razón de su inteligencia y del alma de periodista que nació con su alma. Por eso fue capaz de sobrevivir tan destacadamente dentro de una actividad que exige sacrificios innúmeros y desprendimiento absoluto de lo puramente material. Pero sobre todo, sin proponérselo, por inescrutable destino, se convirtió en maestro de periodistas sin ejercer un solo día la cátedra en las facultades abiertas a los aspirantes al grado de periodismo. Son más los alumnos consagrados de José Salgar que trabajan en la prensa escrita, en la radio, en la televisión, en las revistas, en todo lo que tenga que ver con la ciencia de la comunicación de masas, que los egresados de las universidades. Abundantes testimonios darán fe de que no exagero”.

Por eso se llegó a decir, que los mejores periodistas colombianos, y en todo caso, los mejores periodistas de El Espectador como Gabriel García Márquez, descendían del mono… del “Mono” Salgar.

De sus amigos el torero español Luís Miguel Dominguín y la actriz italiana Lucía Bosé, los padres del cantante Miguel Bosé, Guillermo Cano escribió otra de sus crónicas de personajes en el primer número de Sucesos, en mayo de 1956, donde escribieron varios de los periodistas de El Espectador que por esa época estaba bajo la censura del dictador Rojas Pinilla. Guillermo Cano le pidió al editor Rogelio Echavarría que su crónica no saliera con su firma para que “la dictadura no crea que Sucesos es de los Canos y se los clausure inmediatamente”.

Lucía y Luis, un matrimonio feliz, es una crónica que se refiere a las molestias que tienen que superar los famosos para conservar su vínculo de pareja. Y destacó dos fragmentos:

“Los matrimonios entre celebridades suelen fracasar por celos. No por celos de amor. Sino por celos de popularidad. El de Luis Miguel y Lucía Bosé no fracasará, ciertamente, por ninguna de estas dos razones. A Luis Miguel no le importa que los hombres miren demasiado a su mujer. Y a Lucía no le importa que las mujeres miren demasiado a su marido. En los países latinos, Luis Miguel es el centro de atracción en todas partes donde va. Lucía le deja disfrutar de toda su popularidad. En Italia, en Francia, en Inglaterra, en Europa, debe ocurrir a la inversa. La popularidad pertenece entonces a Lucía y Luis Miguel deja que la disfrute.

Pero los problemas de cuernos sí eran una amenaza real para la felicidad de Luis Miguel y Lucía, y así lo interpretó Guillermo Cano en el último párrafo de su crónica:

“Nada parece empañar el porvenir de esta pareja famosa…Desgraciadamente, ¡cada domingo un toro tiene en sus astas la vida de uno de los protagonistas de esta increíble historia de amor verdadero!”.

Permítanme aquí contarles –y a muchos de ustedes volver a contarles- una anécdota personal:

En la facultad de Comunicación Social de la Universidad de Antioquia, algunos profesores me habían explicado que la crónica era una narración que se hacía valiéndonos de las herramientas y de los artificios de la literatura; que era interpretación de los hechos, que debía despertar sensibilidad en el lector y que además debía reflejar el talento y la individualidad de su autor…

Pero que se debía tener mucho cuidado, ya que también debía incluir datos relevantes y reales, mucha imaginación y mucha memoria para retratar bien los hechos, la atmósfera y los personajes sobre los que se iba a escribir…

Pues bien, en 1987, cuando llegué como periodista practicante al periódico El Mundo empecé a recibir órdenes y asignaciones periodísticas de un experimentado y amable jefe de redacción –quien también era profesor en mi facultad– que me recibía cada vez que regresaba de la calle luego de cumplir con una misión como reportero. Se me hacía a un lado, me respiraba en la nuca, me pedía que le mostrara mis notas y lo que llevará escrito, y me decía: “bien, va bien, pero acronicaito, por favor, bien acronicaito, por favor tenga presente que aquí escribimos acronicaito…” Es decir que, según los requerimientos que él me hacía en tono enfático pero sin gritarme, debía contar los hechos “con colorcito, con saborcito, muy bonito…a ver si nos ganamos otros premiecitos de periodismo…que no nos caerían nada mal”…Concluía siempre dándome una palmadita en los hombros.

“La crónica es un texto que desarrolla el aspecto secundario, o de color, de un acontecimiento importante, que generalmente ya ha sido objeto de tratamiento noticioso…” Esta es una de las definiciones del género que traen varios manuales de redacción periodística, y que al pie de la letra poníamos en práctica muchos aspirantes a periodistas en aquella época.

No hay nada de estos “acronicaitos”, ni sólo aspectos secundarios, en las crónicas de Guillermo Cano:

Hay, por el contrario, relatos con mucha información nueva y de primera mano. Datos y hechos conseguidos por Guillermo Cano como reportero de a pie, observados con todos sus sentidos, seleccionados y presentados con una escritura sencilla, explicativa y muy clara –la claridad es la reina del periodismo, y él la reverenciaba- y, lo más importante, sin ningún artificio literario. En sus crónicas no se notan pretensiones literarias que le hagan sombra a las pretensiones periodísticas y, por esto, como no hay mala literatura, hay buen periodismo…

Una muestra fehaciente de esto se puede apreciar en sus crónicas de viaje o de corresponsal viajero. Y entre ellas una titulada “Este Japón Increíble”, publicada el 11 de julio de 1965 en la sección A Vuelo de “Jet” del Magazín Dominical, en la que se pregunta, ante el dinamismo de la vida y la impactante mezcla de lo tradicional y lo moderno, si el llamado Imperio del Sol se está occidentalizando o si éste orientalizará a Occidente.

“La más simple observación –escribe Guillermo Cano – nos lleva a creer que Japón se occidentaliza al ritmo vertiginoso con que viajé de Tokio a Kyoto en el tren “Súper expreso”. Se juega béisbol a todas horas y en muchas partes. Los programas de televisión transmiten la música moderna, el “ritmo de Liverpool” de los “Beatles”, las aventuras increíbles de “Superman” o las travesuras de un “Pato Donald” sin ojos oblicuos, pero que habla japonés.

Las mujeres comienzan a desprenderse del Kimono y recurren a todo el subterfugio del maquillaje que hace de una piel amarilla una piel bronceada, que mediante una simple pincelada bien dirigida rasga el ojo no en la forma ni en el ángulo en que la naturaleza humana lo creó durante siglos sino para transformarlo en unos ojos occidentalizados con la sombra negra de moda, y que a unos labios casi sin vida los vuelve fruta carnosa como pedazo de fresa japonesa recién cosechada”.

Y, sí hay literatura en las crónicas de Guillermo Cano, es esa Literatura de aplicación periodística, como la llamará el poeta y ensayista Luis Vidales refiriéndose a Luis Tejada Cano, el principie de los cronistas colombianos, a quien llamó “un poeta del periodismo”, y dijo de sus escritos que éstos tenían “el sello de la frescura de las cosas no pasajeras”.

El propio Tejada decía que:

“el mejor cronista es el que es capaz de poner el máximo de eternidad en el tiempo que pasa…”.

Una estilo que garantice algo así como una “larga duración” a lo que se escribe para los periódicos, el mismo que reclamará el recientemente fallecido Ryszard Kapuscinski, catalogado como el mejor periodista del mundo; calificado por el escritor John Le Carré como “el enviado de Dios”, y quien le pedía a sus colegas:

“Hagamos el periodismo pensando que va a durar más que un día, que el valor que queremos darle a un texto es el mismo que un escritor da cuando escribe una novela”.

Ese es el valor de perdurabilidad que tiene, por ejemplo, la simpática crónica publicada por Guillermo Cano en El Espectador, el 22 de agosto de 1948, titulada Cómo se exterminan las pulgas y las ratas, en la cual –a su mejor estilo de las crónicas de personajes-, con mucho ingenio, cuenta cómo dos jóvenes norteamericanos “con un cargamento de ideas en la cabeza, una maleta llena de insecticida y un fumigador en las manos, instalaron hace cerca de un año en un estrecho local de la calle 24 con la carrera sexta un negocio desconocido en Colombia”: la New York Exterminator Company.

Uno de los dos jóvenes le comenta a Guillermo Cano que los técnicos exterminadores en los Estados Unidos realizan estudios psicológicos de las ratas y demás animales, antes de atacarlos:

“-Nosotros –dice refiriéndose a él y a su compañero– pasamos una noche entera haciendo experimentos con las ratas colombianas que tienen una psicología diferente a las norteamericanas. Más ingenuas. No han sido perseguidas con tanta saña como en mi país. En el sótano de una casa pasamos una noche tendiéndoles trampas a las ratas. Empleamos cicuitos eléctricos de mayores y menores voltajes produciendo cortos – circuitos artificiales cada vez que una rata pisaba uno de los cables. Ni con el más fuerte voltaje las ratas sufrieron nada. Daban un brinco de dos pies y huían. En cambio, las ratas colombianas caían ingenuamente en las trampas. Aquellas son inmunes a las descargas eléctricas. Su abundante pelo les forma un aislante magnífico”.

Y, como para estar a tono con las destrezas narrativas de su pariente Luis Tejada y de sus amigos costeños Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio, quienes de la falta de tema llegaron a hacer un tema para sus escritos periodísticos, Guillermo Cano hizo gala de su sentido del humor y de la ironía, para reírse de de sí mismo, a través de la crónica entendida como ejercicio de estilo, prescindiendo del rigor de los hechos y especulando con generalizaciones, haciendo un poco de “espuma retórica” con asuntos triviales.

Encuentro un buen ejemplo de esta crónica en el artículo titulado Una gripa esperada…pero embolata, publicado en su Libreta de Apuntes el 17 de mayo de 1980:

“Y la gripa esperada, y más que esperada, pedida silenciosa pero reiteradamente, llegó el martes en la gélida noche, con todos sus síntomas inocultables: mucosidad, tos, fiebre leve, y unos deseos incontrolados de trasbocar.

“-Aquí está, me dije. Y recurrí a la ruana vieja para aumentar la temperatura de las cobijas y me dispuse a disfrutar de cuatro o cinco días de tranquilidad griposa, rodeado de caldos, de agua de panela con gotas o copitas de brandy o whisky, de eucalipto hirviendo dentro de los modernos atomizadores, de absoluta paz y tranquilidad.

“Pero, qué lejos estaba de la realidad…El miércoles amaneció aparentemente tranquilo, casi soleado, como invitándome a tirar lejos ruana y cobijas, apagar el atomizador, volver a la rutina ruidosa de la oficina con todos sus apremios. Sin embargo, la gripa tanto tiempo evocada y esperada, mantenía la temperatura más arriba de lo normal y un permanente, insistente, pero no localizable en lugar alguno, amortiguado dolor de huesos, me mantuvo en mi propósito anhelado de descansar un día, dos días, tres o cuatro días en mi casa y en mi cama.

“Vano intento. Comenzó la gripa esperada a convertirse en una gripa embolatada…A una hora del despertar semi-adolorido, el hijo menor regresó a casa, con sus grandes zapatos marcando el paso de su pesado cuerpo, porque el bus del colegio no había recogido a los alumnos. Motivo: ¡paro nacional de protesta!

“Y como mi hijo es pichón de aprendiz de vallenato, puso a todo volumen el estéreo con discos de Oñate y el “Chique” Martínez y comenzó a golpear la caja suya y luego cambió al acordeón recién recibido por “gentil gentileza” de la cacica Consuelo que no sabe el favor que me hizo…

“Entre tanto mi vecino próximo, de algún lado, que también es aprendiz, pero de organista, comenzó a ejecutar los ejercicios de aprendizaje en su órgano Yamaha, para desgracia de mi gripa, ya había tenido una sesión de madrugada alrededor de las cinco o cinco y media de la mañana…

“Y luego el sostenido timbre de las impertinentes llamadas telefónicas. Poco más tarde la limpiadora, la enceradora, el lavaplatos, todos ruidosos aparatos electrodomésticos entregados para la comodidad del hombre pero que, en un agripa esperada para descansar, se convierten en tortura para el griposo recostado…”

La crónica disfrutada al máximo como ejercicio de escritura por Guillermo Cano, es moderna en todos sus aspectos, especialmente como información interpretativa y valorativa de hechos noticiosos, actuales o actualizados; como memoria de las personas con las que tuvo contacto; como interpretación y registro de su estilo de vida y del estilo de vida de su época; como un testimonio propio de un periodista de 24 horas al día, todos los días, incluidos los de descanso, cuando, por ejemplo, iba a fútbol, a disfrutar o a sufrir, las mayoría de las veces, con su Independiente Santa Fe, y luego escribía sobre fútbol, de los jugadores, de los hinchas…¡Con pasión y compromiso! Nunca como simple espectador…

En sus crónicas trató también las pequeñas cosas que forman la vida diaria y estableció un vínculo de familiaridad con sus lectores, aprovecho la forma breve y ligera de la prosa –sin artificios– para poner en ellas su toque personal, para ordenar y manejar el detalle significativo, con un lenguaje sencillo, claro, directo, confidencial…y, siempre, con interés humano…Hay ejemplos notables de este estilo en sus comentarios publicados en la sección Día a Día, en su Coletilla o en su Tarjeta Navideña, donde muestra su capacidad para: trascendentalizar lo cotidiano y “cotidianizar” lo trascendente…

Así que, después de haber leído apenas un puñado de las crónicas de Guillermo Cano, especialmente sus crónicas de personajes, quiero recoger algunas de las palabras que dijo doña Ana María Busquets de Cano durante su intervención en el auditorio Fundadores de la Universdidad Eafit, el pasado nueve de febrero, Día del Periodista en Colombia, con ocasión de la apertura de la Cátedra Guillermo Cano:

“Guillermo era un periodista sensible y romántico; escribía con emoción cuando hablaba de los seres humanos; nos hacía pensar que la vida es bella…”

Ahora, entonces, a través de la lectura de algunas de sus crónicas, puedo decir que conozco mejor espiritualmente a don Guillermo Cano …Pero, al presentirlo en estas mismas crónicas, también me asalta una inquietud: me hubiera gustado conocerlo en persona, como él mismo lo dijera de su abuelo: me hubiera gustado tener un conocimiento físico de él…

¡Muchas Gracias!

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6 marzo, 2016

Conferencia de Mario Correa

Al terminar el bachillerato en el Gimnasio Moderno, Guillermo Cano entró a laborar de lleno en El Espectador en 1943, a los 18 años, primero en los talleres de armada, donde rápidamente aprendió a diagramar, a sacar pruebas, a leer al revés, a llevar galeradas a las páginas y a untarse de tinta.
6 marzo, 2016

Conferencia de Alberto Donadío

No tengo ningún título para hablar sobre don Guillermo Cano, salvo el de ser admirador de la historia de El Espectador y haber seguido los editoriales de El Espectador y las columnas de don Guillermo en los años setenta y ochenta.
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