Por Silvia Galvis

Diciembre 17, 2006

No sería justo recordar a don Guillermo Cano solamente como una víctima del narcotráfico. Como director de El Espectador desde 1952 hasta 1986 él fue el más veraz defensor del interés general. En los años setenta y ochenta, en un gobierno o en otro, bastaba leer el editorial de El Espectador para encontrar el diagnóstico certero de lo que pasaba en Colombia. El ciudadano corriente se identificaba más con los editoriales de don Guillermo Cano que con los de cualquier otro diario por una razón que fue tradición en el periódico fundado por su abuelo: El Espectador se mantuvo alejado de los conciliábulos políticos o de las urgencias electorales que con frecuencia convertían a los otros periódicos en cajas de resonancia de los partidos.

El Espectador se mantuvo distante de estos y otros focos de poder y cumplió así, mejor que cualquier otro vocero de la opinión, con la misión que según Napoleón corresponde a un periodista, la de gruñón y censor, la de regente de soberanos y tutor de naciones.

En El Espectador de don Guillermo Cano tuvieron cabida las protestas y las críticas y las noticias que en otros medios oficialistas se trataban con pinzas o se presentaban en un formato más a gusto con las pretensiones gubernamentales o los intereses de los poderosos. En El Espectador prevalecía la defensa del interés público y de la ley.

En 1955 el periódico, entonces vespertino, acusó a Sendas de vender los juguetes que importaba con dineros oficiales y sin arancel y que debían repartirse a los niños pobres en Navidad. La directora de Sendas era María Eugenia Rojas de Moreno Díaz, hija del Teniente General Jefe Supremo Gustavo Rojas Pinilla, el mismo a quien Alberto Lleras llamaba mediocre de ánimo.

Oficialmente Sendas era el Secretariado Nacional de Asistencia Social pero la imaginación popular convirtió la sigla en Sueldo En Dólares A Samuel, en referencia a Samuel Moreno Díaz, el yerno del general. El régimen impuso una multa de 10 mil pesos al vespertino, que la contestó en su editorial del 22 de diciembre titulado «El Tesoro del Pirata»: «Si hemos de referirnos y lo hacemos con repugnancia gástrica a este minúsculo incidente, es tan solo porque lo consideramos como un nuevo y no el último eslabón de la cadena de persecuciones y de agravios atada al cuello de la prensa independiente de Colombia por los gobiernos que se han sucedido en el país desde el 9 de noviembre de 1949, aunque haya habido uno -el actual- que derrocó los de sus inmediatos antecesores dizque para restablecer la legalidad proscrita, la justicia conculcada y la libertad oprimida. Y es difícilmente creíble aunque ciertísimo, que los sistemas de represión de la imprenta implantados por el doctor Ospina, continuados por el doctor Laureano Gómez y perfeccionados por el doctor Urdaneta, resultan de una lenidad franciscana, con todo y los criminales atentados del 6 de septiembre, cuando los comparamos con los que ha establecido el general Rojas del 8 y 9 de junio para acá. A partir de estas dos fechas de luto incancelables en el calendario histórico de Colombia -y únicamente porque después de ellas y a la vista y consideración de ellas nos hallamos los periodistas independientes ante la obligación de restringirle al gobierno de las Fuerzas Armadas y a su jefe el crédito de confianza que con plazo indefinido pero en ninguna manera ilimitado le abrimos patriótica, generosa y un poco temerariamente el 14 de junio de 1953- han sido escasos los días en que no hayamos recibido de las autoridades un agravio, sufrido un perjuicio, soportado en cualquier forma una persecución, desde la censura hasta el ultraje, el decomiso por mano militar, la amenaza de cárcel por decreto, la multa por resolución, el destierro por obra de misericordia, la expropiación por calanchín y la clausura por discurso”.

Más de un cuarto de siglo más tarde la firmeza del periódico del Canódromo brilló una vez más cuando el Grupo Grancolombiano retiró los avisos en represalia por las denuncias de El Espectador sobre las trapisondas y maniobras de Jaime Michelsen Uribe, entonces el hombre más poderoso del empresariado nacional.

Michelsen pretendía doblegar el diario desconociendo la tradición que había inaugurado el fundador, de quien dijo el profesor López de Mesa: «Cuando combatió hombres y regímenes fue por el bien común, y con perfecto señorío de equidad».

Para recordar estos sucesos nada supera las propias palabras de don Guillermo Cano.

El editorial de El Espectador del domingo 16 de mayo de 1982 mantiene la vigencia de cuando fue escrito. Titulado «Que los periódicos callen… «, afirmaba: «El Tiempo pidió en su editorial del artes pasado que las investigaciones contra el Grupo Grancolombiano ´se saquen de las páginas de los periódicos´. Esa solicitud de El Tiempo va dirigida, obviamente, a El Espectador, porque ellos saben que la delictuosa operación de los Fondos Bolivariano y Grancolombiano nunca ha estado realmente en la mayoría de la prensa. Saben que la radio, la televisión e importantes periódicos están participando, con la boca llena, en la conjura del silencio encabezada por ´El Grupo´ para ponerse a salvo con el botín». […]

¿Qué hubiera sucedido si -en lugar de denunciar hechos tan graves- este periódico hubiera guardado silencio, como aconseja El Tiempo, dizque por razones de «elemental conveniencia»? ¿Conveniencia para quién? No para Colombia; no para la opinión pública, cuyo escepticismo crece, y cuya fe en la libertad desaparece, viendo que los poderosos y los prepotentes se apoderan del país con el silencio de quienes tienen obligación moral de defenderla.

Cuando han pasado más de veinte años de estos episodios, no cabe sombra de duda. El periódico de los Cano obró según la inscripción que llevaban los gavilanes de las espadas toledanas, inscripción que solía recordar el doctor Eduardo Santos: No la saques sin razón ni la guardes sin honor.

Cuando don Guillermo Cano se oponía a los narcotraficantes, se dijo que el país dejó solo a El Espectador. Fue así solamente en apariencia. El terror impuesto por las hordas de asesinos les permitía incendiar y confiscar los ejemplares del periódico en Medellín, pero la solidaridad de la gente estaba del lado de los Cano, si bien no se expresaba abiertamente.

El país conocía y reconoce hoy el valor de don Guillermo Cano, que nunca se reunió con los capos en hoteles de cadena ni transigió con el delito. Indefenso escribía, con las únicas armas de la buena fe, la nobleza de espíritu y el sentido de la justicia, armas todas legítimas pero que fueron vencidas por el horror de la barbarie y la impunidad cómplice.

Artículo publicado originalmente en el diario El Espectador, el diciembre 17 de 2006, al conmemorarse 20 años del asesinato de Guillermo Cano.

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