Por Guillermo Cano Isaza

Libreta de Apuntes, julio 17 de 1983

El cimiento más firme de un periódico respetable es su credibilidad. Cuando un periódico pierde su credibilidad, desaparece su prestigio y se destroza el respeto que la opinión pública pueda tener sobres sus opiniones y sus informaciones. Sin credibilidad la prensa está perdida.
Porque la credibilidad de la prensa lleva envueltos todos los valores fundamentales del periodismo: la ética, la moral, la responsabilidad, la veracidad, la objetividad. Esas virtudes capitales de un periódico son mandamientos estelares de la ley no escrita de la profesión periodística. Por eso cuando se pone en duda la credibilidad de un diario, y sobre todo cuando tal duda se inocula de manera maliciosa e insidiosa, temeraria y calumniosa, en la corriente de la opinión pública, el periódico afectado por la infamia debe luchar con la única arma de que dispone: la de la verdad de sus afirmaciones hasta que ella quede demostrada a plena satisfacción del lector, que es un juez inapelable.

A El Espectador se le quiso borrar de la faz de Colombia bajo el procedimiento innoble y bajo de poner en entredicho su credibilidad, labrada en casi cien años de trabajos esforzados por servir a Colombia y a los colombianos con criterio patriótico y con criterio liberal. Se recurrió a todas las armas, casi nunca las legítimas y casi siempre las viles, para afectar su credibilidad cuando ya fue claro, demasiado claro para nuestros detractores, que la tenaza económica que nos aplicaron, con todo el poder casi omnímodo de dinero de que disponían -dinero por lo demás ajeno y sagrado-, para tratar de obligarnos a que calláramos lo que sabíamos y, peor aún, para que dijéramos todo lo contrario de lo que deberíamos decir.

Esta historia es reciente, aunque es una historia que ya va para largo, como que se inició en las más desiguales circunstancias para la lucha hace tres años y algo más. Cuando El Espectadorcomenzó a publicar las informaciones y los comentarios relacionados con la millonaria defraudación de los dineros de los ahorradores de los fondos Bolivariano y Grancolombiano, del más poderoso en ese entonces de los grupos financieros del país, el Grupo Grancolombiano, las represalias económicas no tardaron y se dieron órdenes desde los más altos mandos, pasando por los mandos medios y llegando hasta los bajos mandos, para bloquear económicamente a este periódico mientras no se plegara a callar el primer escándalo financiero de los últimos tiempos que abrió el gran boquete que hizo temblar luego a todo el sistema financiero colombiano.

Pero como no aceptamos el chantaje ni toleramos las presiones, los promotores del escándalo apelaron entonces a una envenenada campaña para minar la credibilidad de El Espectador. Utilizaron, sin tasa ni medida, sin pausa ni tregua, los noticieros de televisión patrocinados con dineros generosamente repartidos, las páginas de inserciones pagadas en los grandes diarios del país y la abundante redacción de gacetillas a cargo de periodistas fletados para prefabricar preguntas y maquillar respuestas en un aparato publicitario insólito para decirles a los colombianos que El Espectador había perdido toda su credibilidad.

Se equivocaron también aquí quienes recurrían a estos sistemas, sin antecedentes en la historia del periodismo libre de Colombia, porque la credibilidad de El Espectador, antes que disminuir fue creciendo en audiencia, como en el poema eterno de Jorge Zalamea, porque un día sí y otra semana también, y al mes siguiente y en el semestre y luego en años, lo que dijimos desde un principio y seguimos diciendo con la fortaleza que la verdad y la seriedad de las afirmaciones nos proporcionaba, se fue confirmando, parte por parte, palabra por palabra, denuncia por denuncia.

Se desmoronó el castillo fabricado sobre la maledicencia en contra de El Espectador. Si bien es cierto que se tomaron varios años para que las autoridades competentes del Estado se pronunciaran imponiendo multas a las entidades defraudadoras, y si bien es cierto que la justicia tardó también años para proceder a tomar acciones de fondo en los procesos penales que se siguieron a los responsables de las manipulaciones de los papeles bursátiles que causaron la ruina de miles de ahorradores, entre ellos gentes de escasos recursos económicos a quienes se les quitó literalmente el pan de la boca, hoy la Comisión Nacional de Valores, la Superintendencia Bancaria y los jueces de la República han producido una serie de decisiones cuya trascendencia es de una magnitud indiscutible para la restauración moral del país, cuya estabilidad de honestidad y de ética se había erosionado de manera tan grave y tan profunda.

Fue, y así lo creyeron centenares de miles de nuestros compatriotas, una misión imposible que se impuso El Espectador para impedir que la defraudación delictuosa de los ahorradores impotentes se quedara impune. Misión imposible la de evitar que las investigaciones y los procesos se archivaran mediante las maniobras dilatorias del más costoso equipo de abogados jamás contratado en este país, que incluyó a un senador de la República, a ex magistrados de la Corte y de los tribunales, ex jueces, especialistas de renombrada fama y de altísimos honorarios, amanuenses, litigantes y tinterillos, que de todo hubo y todavía hay, apelando, recusando, reponiendo, todo a un costo incalculable que por lo demás es un costo que se carga a las cuentas corrientes de las sociedades a las que representan, sociedades que por lo menos en el papel no son propiedad de una persona sino sociedades anónimas, donde los anónimos accionistas, muchos o algunos de ellos, jamás sabrán cuánto se pagó por la Operación Defensa. Misión imposible conseguir la devolución, como era de justicia, de los dineros perdidos en las maniobras fraudulentas. Misión imposible luchar con una pluma contra todo el poder del dinero concentrado. Misión imposible la de clamar justicia sin adecuada audiencia en otros medios, aunque algunas voces aisladas y valientes hubo en la prensa, la radio y la televisión colombiana que contribuyeron ciertamente a mantener encendida la llama de la esperanza en la justicia.

Toda esa misión imposible, así considerada durante largos años, ha sido sin embargo una misión cumplida. Y de ella, contra todo lo que supusieron y a pesar de todo lo que hicieron nuestros detractores, la credibilidad de El Espectador es hoy más grande, más sólida, más firme que nunca.

El país tiene ahora suficientes elementos de juicio sobre el escandaloso caso de la defraudación de los fondos Bolivariano y Grancolombiano, del Grupo Grancolombiano. Y la tiene gracias a que el senador William Jaramillo Gómez realizó en la Comisión Tercera del Senado una batalla incansable y valerosa para demostrar, con demostración incontrolable, que en ese escándalo financiero se había incurrido en irregularidades tremendas que de tolerarse y de ampararse en el silencio cómplice y en la impunidad corruptora y corrupta, la mancha de la deshonestidad cubriría de infamia a la República.

Y gracias a que un abogado, tan valeroso o más si se quiere, el doctor Luís Xavier Sorela, en compañía del doctor Miguel Antonio Cano Morales, asumió la defensa de los intereses de las gentes desprotegidas y afectadas en su patrimonio, y los dos dedicaron su tiempo y su inteligencia, su paciencia y su entereza a luchar, con las leyes en la mano y a su lado, para que la sombra tantas veces amenazadora de la prescripción echara un manto de complicidad sobre el delito.

Y desde luego, gracias al doctor Hernán Echavarría Olózaga, que en cumplimiento de su deber, como servidor público impoluto e incorruptible, investigó oportuna y adecuadamente las telarañas del negociado para descubrir y denunciar y sancionar, en ejercicio de sus funciones, las violaciones de la ley y detener a tiempo la cadena de la felicidad elaborada con eslabones del dinero privado de los ahorradores abusivamente utilizado para el enriquecimiento de aquellos a quienes habían entregado sus haberes para que se los manejaran con probidad y limpieza. Al doctor Echavarría Olózaga le impuso la renuncia todo un presidente de la República, el doctor Julio César Turbay Ayala, en un acto que la historia jamás olvidará. Y al doctor Echavarría Olózaga, como a nosotros, se le quiso llevar a la picota pública, descalificándole a él también su credibilidad que en personas de su raza, de su estirpe y de su trayectoria es, como para un periódico, patrimonio insustituible de su vida.

Pero la credibilidad del doctor Echavarría Olózaga, la de El Espectador, la del senador William Jaramillo y la de los doctores Sorela y Cano, es hoy una credibilidad acerada en la forja de la gran prueba a que fue sometida.

Otros, pues son los que ante la faz de los colombianos dejaron de merecer toda credibilidad. Entre otras razones, porque su aparente credibilidad era de mentirijillas y acaso más: era la credibilidad de los pillos.

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