Por Guillermo Cano Isaza
El Espectador, 6 de septiembre de 1980
Uno de los peores síntomas de indecencia e injusticia en la sociedad colombiana es el trato que se les da a los indígenas: desde procederes que podrían incluirse en la “Historia Universal de la Infamia”, hasta el simple descuido gubernamental -y en este caso hablamos de muchos gobiernos consecutivos- frente a su situación. No hay evidencia mayor que ésta, sobre la pérdida de los ancestros cristianos y democráticos de nuestras instituciones y costumbres. Hora es la actual de rectificar, ante la trágica muerte del gobernador de la comunidad de los tahamíes-embera, Enrique Daza, y dos indígenas más, Jairo Rivera y Roberto Murillo, en incidente con las autoridades originado en el conflicto por el aprovechamiento de una mina en la reserva katía del Alto Andágueda situada en el municipio de Bagadó, Chocó.
Hábiles litigantes y aprovechadores profesionales trataron de hacerse a la posesión y la explotación de la mina, dentro del mismo criterio -secular y canallesco- de que los indígenas no son seres humanos, pertenecientes a la comunidad, y en el caso colombiano, no son ciudadanos de esta república.
Nuevos mártires indígenas hay ahora, y una evidencia más de que se carece de una política en este frente -como en tantos otros; pero éste tiene la peculiaridad de que alude a seres de carne, hueso y alma-. Aunque no sea muy cuantioso el número de los herederos genuinos de nuestros aborígenes, un sentimiento elemental de respeto humano obliga a procurarles la protección que la ley concede a los sectores débiles y necesitados. Y mientras la ley deja de cumplirse, y se procede contra los sentimientos democráticos y cristianos, la protesta crece. Un instituto oficial que sí se ocupa en todos los núcleos del país, sin odiosas discriminaciones de raza, clase o confesión, como es Colcultura, ha publicado un grito de la rebeldía indígena, que ante cada atropello cobra mayor vigencia.
Es éste: “Más tarde apareció asolando la tierra un gavilán grande, grande, que se comía a todos los indios. Yol, preocupado, decidió tratar otra vez de pescar a su hermano Ipe, que no había querido picar el anzuelo, para sacarlo del río y que lo ayudara con el gavilán. Pero él botaba el anzuelo, e Ipe no quería cogerlo. Sólo dando vueltas en el agua. Entonces Yol llamó a su esposa y le dijo: (…) Entonces Yol le propuso: ´Bueno, hermano, tenemos que matar este gavilán, porque si no, nunca van a aumentar nuestros hijos, porque él, así como va naciendo, así se los va llevando. ..´”. Es claro que, de seguir las cosas como van, los indígenas considerarán al resto del conglomerado colombiano como el gavilán y querrán, a toda costa, matarlo.
El Gobierno Nacional ha anunciado un proyecto de organización racional de los “asuntos indígenas”, como tarea administrativa. Tras más de un mes de sesiones parlamentarias con muy escasa iniciativa, bueno sería que procediera a presentarlo. Es de suponer que en él se corrigen las torpezas, las huellas de ignorancia, las tendencias clientelistas, del que se presentó el año pasado y que ganó rápidamente el repudio de científicos, gentes humanitarias y congresales juiciosos. Tikunas, signas, muruis, andoques, ufainas, sirianos, guahibos, cuibas, guajiros, koguis, emberas, chasis, paeces, guambianos, muiscas, otros más, merecen este acto de reivindicación; acto también, de seriedad de un poder público que no puede seguir a espaldas de lo que es, en lo humano, la Nación colombiana.
Años atrás, las horrendas matanzas de indígenas cometidas por ciertos “cazadores” que son vergüenza de la humanidad, le dieron a nuestro país pésima fama en el exterior, en cuanto se sugirió y entendió que todo ello era parte del talante colombiano… Y de nuestro “¡Estado de Derecho!”. Hoy unas lágrimas y unos lamentos procedentes de la reserva katía de Bagadó, violada por expoliadores y golillas, les recuerdan al Estado y la sociedad sus obligaciones con los indios.