Por Guillermo Cano Isaza

Libreta de Apuntes, diciembre 26 de 1982

A veces uno se plantea mentalmente desafíos, que son verdaderos dilemas insolubles, como el de qué haríamos si se nos diera el poder de detener el tiempo algún instante de nuestra vida para repetirlo y disfrutarlo más largamente. Hay tantos por escoger que resulta un imposible identificarlo. Pero cada vez que llega la Nochebuena y pasa la Nochebuena, con tanta rapidez y con tan agobiante fugacidad, se nos ocurre que es la fiesta del nacimiento de Jesús la que quisiéramos poder prolongar en el tiempo de manera indefinida, para que no terminara jamás.

Pero lo grave es que no sabríamos cuál Nochebuena, entre tantas Nochebuenas vividas, sería la que quisiéramos que aún continuara tal como la vivimos y la disfrutamos.

Si aquella cuando en la irrepetible ingenuidad de la primera niñez, el Niño Dios se nos aparecía como el gran satisfacedor de nuestros más prosaicos deseos, los materiales; o si la del uso de la razón, cuando comenzábamos a entender que en esa fecha sublime se conmemora algo más importante que la llegada de un paquete lleno de sorpresas increíbles e insospechables y que habíamos dejado de ser niños irresponsablemente felices para comenzar a transformarnos en seres predestinados a gozar las alegrías y padecer las tristezas de este valle de lágrimas tan hermoso en que vivimos, como lo fue el niño que nació en el pesebre condenado a morir crucificado; o si las navidades de adolescentes, irremediablemente uncidas a las primeras sensaciones amorosas; o las navidades de mayores de edad todavía sin dignidades, pero con obligaciones concretas mediatas e inmediatas, plenas de riesgos intuidos; o las navidades de casados y las que siguieron, las navidades como padres, y más luego las navidades, donde los recuerdos primarios y lejanos se renuevan y se avivan en las reacciones de los pequeñuelos que, como nosotros un día, esperábamos al Niño Dios por sus regalos empacados en papeles de fantasía, y no como lo hicimos más tarde y lo hacemos ahora con la esperanza puesta en que el advenimiento del Divino Niño signifique la paz perdurable y sincera en la tierra entre todos los hombres de buena voluntad…

Todas las Nochebuenas, pues, quisiéramos repetirlas, eternizarlas. Cada una con su deslumbrante magia contagiosa y bella. Y en lo más profundo desearíamos que alrededor del pesebre creciera y creciera, aumentara y aumentara la audiencia familiar, la presencia de los amigos entrañables que se multiplican y decantan con los años, en unas navidades en las que no hubiera ausentes seres queridos y no olvidados. Pero es ley inexorable de nuestra fugaz existencia humana que el tiempo siga su marcha, sin detenerse jamás, y que enredados en sus días y en sus horas y en sus minutos desaparezcan algunos o muchos de nosotros, de los nuestros, cada año y cada año, como compensación generosa por lo que hemos perdido irremediablemente, que broten nuevos retoños para que la maravillosa sustitución de los muertos por nuevos vivos, en que se repiten la sangre y los afectos, nos permita cargar con la soledad de la propia vida, que de otra manera resultaría insoportable…

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