Por Antonio Caballero

Diciembre 17, 2006

Vivimos en un país sembrado de muertos. De muertos olvidados, de muertos no reconocidos, de muertos negados, enterrados con retroexcavadora en fosas comunes o abandonados en los ríos para que en algún pueblo río abajo les pongan las letras N.N. en una cruz de palo. Hace unos días se hizo en Bogotá una hilera de cinco kilómetros de largo, desde la Plaza de Bolívar hasta el extremo norte, de mujeres enlutadas sentadas al lado de un ladrillo que representaba a su asesinado o desaparecido respectivo. Los paseantes de la ciclovía se sorprendían: ¿han sido tantos?

Don Guillermo Cano, director de El Espectador, es uno de esos millares de muertos. Se cumplen ahora veinte años de su asesinato, que condujo a la destrucción del diario centenario de su familia, que bajo su dirección fue el más respetable de Colombia, y en consecuencia el más perseguido. El Espectador fue llevado a la quiebra por la suma -no creo que fuera una alianza- de turbios poderes económicos que lo sofocaron comercial y publicitariamente, y de poderes más oscuros aún, los criminales de la mafia del narcotráfico.

Los había desafiado a unos y a otros. Pero no por vocación retórica, por el heroísmo o el martirio. Él era de los muchos que creen, que creemos, que es desgraciado el país que necesita héroes y mártires. Los había desafiado por simple decencia. Y porque ponía su talento y su periódico al servicio de la construcción de un país normal, decente, lo mandaron matar en una esquina cuando salía de su trabajo manejando su automóvil.

No tenía camionetas blindadas, ni andaba protegido por escoltas. No porque no se supiera amenazado. ¿Cómo no iba a estarlo, en este país en donde la amenaza es la forma más habitual de la expresión? Sino porque no quería entregar esa parte de su libertad: el derecho a no vivir sintiéndose acorralado. Don Guillermo Cano sólo pretendía vivir como un hombre decente en un país decente. Y justamente por eso lo mataron.

¿Sirvió de algo su muerte?

Creo que vale la pena plantear esta pregunta, aunque pueda parecer irrespetuosa, ofensiva, incluso obscena. ¿Cómo va uno a preguntar si sirve de algo o no, si es inútil o no la muerte de un justo? Resulta, sin embargo, una pregunta pertinente. Porque no creo yo que los sacrificios humanos sean necesarios, como lo han pensado, cada cual a su modo, los jefes de guerra, o los sacerdotes aztecas o musulmanes o católicos o los fieles cristianos: no creo que sea dulce morir por la patria, ni que los dioses tengan sed de sangre, ni que el ejemplo de los mártires sea la semilla de la verdad, ni que la salvación del hombre sea el fruto de la muerte de un hombre supliciado en la cruz. Creo, al revés, que es por considerar que las muertes son útiles que seguimos matándonos de manera completamente inútil, como lo ilustra la hilera de ladrillos de la ciclovía.

Lo útil de don Guillermo Cano fue, por el contrario, su vida. Una vida digna de haber sido vivida.

Artículo publicado originalmente en el diario El Espectador, el diciembre 17 de 2006, al conmemorarse 20 años del asesinato de Guillermo Cano.

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