Por Javier DarÍa Restrepo

Diciembre 17, 2006

Partimos del Parque de los Periodistas, dejamos a un lado la vieja sede de El Espectador y avanzamos por la avenida Jiménez en una insólita manifestación de periodistas. Íbamos en silencio, con trajes oscuros y pañuelos blancos, para despedir a Guillermo Cano. Cuando lo recuerdo no logro precisar nuestro sentimiento dominante: ¿la protesta?, ¿la denuncia?, ¿la vergüenza?, ¿la rabia?, o ¿el orgullo de ser periodistas como Guillermo Cano?

Susurrando, como si en vez de una avenida, el escenario de la marcha fuera una catedral, recordábamos aquella frase con que le puso final a una entrevista de televisión en que le habían preguntado por los cambios que las amenazas habían introducido en sus rutinas: «sólo sé que después de salir de aquí cualquier cosa puede pasar.»

Allá afuera estaba instalada la incertidumbre creada por los asesinos para cohibir al amenazado, para sitiarlo por miedo. Así habían hecho huir a unos, o habían impuesto silencios a otros; ni lo uno ni lo otro habían logrado con él, que aceptó como una contingencia a la que estaba expuesto, que cualquier cosa podía pasar.

Sabía a qué se exponía porque en su periódico habían quedado registrados secuestros, asesinatos, acciones terroristas de que eran capaces los firmantes de las amenazas.

Llegábamos a la esquina de la Jiménez con la séptima, frente al edificio de El Tiempo. Las páginas de los periódicos dedicadas a Cano habían abundado en detalles de su vida: Cano en pantaloneta de futbolista, Cano en la plaza de toros, Cano en casa, con sus hijos y sus nietos, al pie de un árbol de navidad, su fiesta preferida. Todos esos instantes se podían perder al publicar un titular, una fotografía, una información o un comentario en su «Libreta de Apuntes». Él lo sabía y, sin embargo, seguía escribiendo y publicando.

¿Por qué? nos preguntábamos mientras avanzábamos por entre las vitrinas relucientes de colores y regalos de la navidad próxima que sería, para su familia, la más triste de todas. Lo que entonces se nos aparecía confuso por el entrecruzamiento de los sentimientos de indignación y vergüenza, hoy es más claro: Guillermo Cano sabía que lo iban a matar, pero más que su instinto de conservación, más que su pasión por vivir, pesaba su voluntad de combatir la humillación de un país sometido al dominio de un criminal. Puestas en balanza la vida y la dignidad, ésta tuvo mayor peso.

Es lo que pasa con los hombres que viven para una misión. El periodismo para Guillermo Cano no fue una fiesta, ni una carrera por el dinero o por la fama; tampoco fue una rutina de oficina ni un entretenido quehacer para pasar el tiempo; era, ante todo, una misión. Entre sus más remotos recuerdos solía inventariar aquella sensación de admiración cuando a los 10 años le dijeron que su abuelo había estado muchas veces en la cárcel «para defender la libertad de sus conciudadanos». Entonces no fue fácil entenderlo, «más tarde pude comprender que cuando se defiende honradamente un principio de justicia, no importan ni el fuego, ni el terror, ni la cárcel, » consignó en su «Libreta de Apuntes».

Una clave para entender a Guillermo Cano creo encontrarla en su descripción del abuelo Fidel como «aquel hombre que no temió ni a la cárcel ni a la pobreza en su conquista de una Colombia mejor y más libre, que se privó a sí mismo y a su familia de la comodidad, la riqueza y la tranquilidad». Don Fidel era un hombre con una misión y así lo entendió el nieto.

Los diccionarios rescatan los significados de la palabra misión cuando aluden a la entrega total de los religiosos misioneros, y al honor que implica, dentro de las costumbres civiles, el nombramiento para una misión diplomática, humanitaria, de investigación o de cultura.

Habíamos dejado atrás la espadaña de la ermita de San Diego y nos internábamos por los puentes de la 26. La muchedumbre se hacía más densa. Algunos se unían a la marcha, otros se quedaban en las aceras, silenciosos. ¿Sentían a Guillermo Cano como parte de sus vidas?

Quizás sí, aunque solo sabían que había muerto, y que ese era el precio que había pagado como parte de una misión solo posible para un hombre libre.

Refiriéndose a los políticos en Grecia, señalaba Hannah Arendt: «sólo era libre quien estaba dispuesto a arriesgarlo todo; no lo era y tenía un alma esclava quien se aferraba a la vida con un amor demasiado grande». Y nadie tan libre como el que le ha perdido el miedo a morir.

A diferencia del periodismo negocio, o del periodismo empleo, el periodismo misión lo entrega y lo arriesga todo porque no se trata solo de escribir la noticia del día siguiente sino «de cambiar algo todos los días».

Ya habíamos llegado al Cementerio Central y los oradores habían emprendido la difícil tarea de interpretar el sentimiento de todos. Como si se tratara de sus «Libretas de Apuntes», una vez entregadas para la impresión, lo escrito, escrito estaba. En algún momento Cano había dicho: «después que escribo vuelvo a leer con cuidado no para no decir las cosas sino para decirlas bien dichas». Los años están demostrando que la suya fue una verdad bien dicha.

A medida que se ahonda la crisis de los medios impresos, se hace más evidente e inspirador el sentido de misión que redime al periodismo de la futilidad y la intrascendencia. Anotaba un redactor de El País de Madrid (27-11-06) al pie de los datos sobre la crisis de los principales periódicos del mundo, que se habían intentado soluciones como hacer más cortos los artículos, explorar los intereses del lector y cambiar las redacciones. Y concluía «en una buena redacción hay un sentido de misión pública». Guillermo Cano no había adoptado ese sentido como una solución, para él esa misión era la razón de vivir y de morir.

Artículo publicado originalmente en el diario El Espectador, el diciembre 17 de 2006, al conmemorarse 20 años del asesinato de Guillermo Cano.

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