Por Guillermo Cano Isaza

Libreta de Apuntes, 14 de octubre de 1984

La semana que termina sorprendió a la opinión pública, tan excitable y excitada en estos días, con la insólita revelación ampliamente desplegada por los medios de comunicación, particularmente la radio y la televisión, de que uno de los más siniestros capos del narcotráfico en Colombia, el extraditable Pablo Escobar Gaviria, posee su propio ejército -cosa que se intuía por los numerosos antecedentes que obran en los prontuarios del congresista suplente que se infiltró en nuestra organización política gracias a su dinero sucio, pero que se había confirmado con plena prueba- que lo mismo sirve al comercio ilegal de los estupefacientes, a las vendettas entre delincuentes, que ahora pasa a aparecer ante la opinión pública como rescatador de secuestrados.

Ya en años anteriores el Clan Ochoa, la otra gran organización sindicada de narcotráfico, empleó sus ejércitos particulares para perseguir y rescatar a una joven de la familia, y fue cuando surgió en el panorama nacional la denominada organización Muerte a Secuestrados -MAS- que, con el paso de los días y en zonas afectadas por la violencia y aun en donde reinaba la paz, adquirió siniestra notoriedad al transformarse de un grupo de gorilas y asesinos, como lo probó el procurador general de la Nación cuando ese organismo decidió investigar a fondo el asunto y hacerle frente al problema.

Ahora el ejército particular del señor Pablo Escobar asume la justicia por sus propias manos y en vez de prestar colaboración con las autoridades obra a espalda de ellas y monta publicidad en que caen ingenuos, para ganarse simpatías, cuando el país debería rechazar sus andanzas que violan casi todo el Código Penal Colombiano.

Afortunadamente la viceministra de Justicia y los comandantes de las Fuerzas Militares del área de Medellín y de Antioquia, donde apareció el ejército particular del narcotraficante, cortaron rápidamente la aureola de héroes que algunos locutores y algunos informadores de la televisión y la radio comenzaban a crea alrededor de los sicarios a sueldo.

Entendemos que los beneficiarios inmediatos de la acción del ejército particular de Pablo Escobar se sienten agradecidos y acepten devolver el favor recibido con «donación de sanitarios para el barrio Medellín sin Tugurios», barrio del cual se ha servido el narcotraficante para adquirir, con la inversión sucia de sus dineros procedentes del delito, unos votos, los suficientes para permitirle llegar a la nómina congresional, pero el país no puede permitir que se sustituya la autoridad legítima, a la cual, de paso, se la quiere dejar en ridículo haciéndola aparecer como incapaz de realizar lo que hacen los hombres del padrino, en la lucha contra el secuestro. Contra ese abominable delito está la organización institucional colombiana, que ha tenido no pocos y sobresalientes éxitos en combatirlo, sino que es a la cual la opinión pública, la ciudadanía, debe prestarle todo su respaldo.

No sabemos si las gentes se habrán dejado deslumbrar a tal punto por el rescate del joven estudiante antioqueño, por los hombres del narcotraficante, que no se hayan detenido a reflexionar lo que esta situación gravísima plantea para la tranquilidad pública. Según algunas versiones, el rescate del joven tuvo contornos cinematográficos, o por lo menos eso quieren mostrar los publicitadores del golpe. Los hombres -armados hasta los dientes- del padrinollegaron a la zona donde estaba secuestrado el jovencito en dos helicópteros. Léase bien: en dos helicópteros. Eran cuarenta hombres, por lo menos. Esos helicópteros cuestan una fortuna. ¿Saben los colombianos de dónde saca la plata el señor Pablo Escobar para disponer de esos sofisticados aparatos a su servicio? Ciertamente no del trabajo honrado. En Colombia se podrían contar en los dedos de las manos las personas que poseen una avioneta particular y mucho menos son los que poseen un helicóptero propio. Y entre esos poquísimos las autoridades han podido comprobar que la mayoría son de propiedad de narcotraficantes.

Se dirá, con esa lógica elemental de estos tiempos, donde los valores morales y éticos tanto se han invertido, que es buena cosa que para rescatar secuestrados, que es una obra humanitaria, se utilicen todos los medios posibles, No importa, para eso, la oscura procedencia de los instrumentos empleados. El fin justifica los medios.

No es de extrañar que en los mismos círculos donde el MAS adquirió apoyo económico y moral esta nueva aparición de temibles delincuentes disfrazados de ovejas sea recibida con entusiasmo delirante y demencial. No saben los peligros que hay detrás de todo esto, o, mejor, prefieren ignorarlos y abrirle los brazos a la proliferación de los ejércitos particulares para convertir a Colombia en el Oeste americano de los tiempos en que la justicia se ejercía por la propia mano del matón más fuerte.

Hoy esos mercenarios que tan bondadosos y generosos se presentan como salvadores de vidas, honras y de bienes, son mirados por algunos con admiración insensata. No se dan cuenta de que son los mismos que realizan los asesinatos -desde las motos- de jueces, de policía, de periodistas, de ciudadanos o de individuos que no son gratos a su negocio punible.

Sería un nuevo desquiciamiento abismal del principio del bien y del mal que se llegara al clímax de lavar los pecados graves cometidos por la mafia porque los guardaespaldas asesinos de los capos rescatan a uno o dos o a tres secuestrados. Convertirlos, además, en héroes, a quienes deben rendírseles honores y reverencias.

La descarada aceptación pública de que una persona tiene a su servicio un equipo armado como fuerza de choque que actúa a espaldas de la autoridad legítima, es un reto que se le hace a la sociedad colombiana que no puede estar tan corrompida ni degenerada como para agradecerle favores a los criminales. Lamentamos mucho tener que decir esto pero no son de ahora tiempos para Robines Hoodes, ni los sicarios de los narcotraficantes ni éstos mismo son gentes que merezcan aureolas de bandidos de bien, que le quieren colocar con toda la fuerza de la publicidad moderna algunos ingenuos o interesados comunicadores de opinión pública.

Se trata, y sobre eso no hay derecho a equivocarse, de enemigos públicos número uno de la sociedad. No sólo causan daño y lesión enorme con el tráfico de los estupefacientes, que destruyen a la juventud y aun a la niñez colombiana, sino que alrededor de su negocio se mueve toda una industria sangrienta de muerte que no puede perdonarse, como el pecado original, con las aguas bautismales de aparatosas operaciones de rescate, cuyos fines verdaderos no son los de combatir ese delito en su verdadera magnitud, sino aprovechar en beneficio propio popularidades mal merecidas.

Corresponde hoy a la sociedad colombiana, a la que se sienta amenazada por el secuestro y la extorsión, a la que con justicia clama por protección y seguridad, solidarizarse y colaborar con las autoridades, de las cuales espera esa protección y seguridad. Y no dejarse encantar por tenebrosos personajes cuyas manos manchadas de sangre y de vicio todo lo corrompen. Así como la violencia llama a la violencia, el crimen llama al crimen. Nada que proceda del estiércol del delito puede ser bueno para una sociedad moralmente digna. Lo que en un instante de ofuscación nos pueda parecer como contribución notable a una buena causa, a poco del deslumbramiento, cuando analizamos serenamente los orígenes de la acción, la encontraremos altamente contaminante y corruptora.

De los ejércitos particulares de los narcotraficantes y similares, ¡líbranos Señor! Porque de ellos sólo podremos esperar, ineludiblemente, el infierno de la descomposición final.

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