Por Guillermo Cano Isaza

El Espectador, 11 de marzo de 1985

La captura de dos agentes del F-2 como presuntos responsables materiales del horrendo asesinato del padre Álvaro Ulcué Chocué el 10 de noviembre de 1984 en Santander de Quilichao, y el anuncio de que se busca a un sargento del Ejército y a tres particulares contra quienes hay fuertes indicios de haber sido los autores intelectuales, es un paso decisivo, de muy difícil reverso, para que esta muerte atroz no quede impune. Y para que se haga justicia, demostrando que al fin para los atormentados, perseguidos y humillados indígenas del Cauca llegaron la independencia y la liberación de la esclavitud que para el resto del país se ganaron en 1819, hace demasiados años para no haberlas tenido y mucho menos disfrutado.

Porque todo indica que este fue un crimen con ondas raíces en la condición social y económica de la región, sin otro objetivo que el de abatir a un joven sacerdote convertido en vocero de los derechos de sus hermanos de raza e infortunio, los paeces, ancestral y literalmente cazados para despojarlos de sus tierras, las reservas indígenas que desde los inmemoriales tiempos de la Conquista recibieron de la Corona española y que también desde entonces han despertado la codicia, primero de los encomenderos y después de los que, ya sin ese título pero en infame contubernio con el Estado, han pretendido mantenerlos como siervos, negándoles todo derecho, humillándolos y persiguiéndolos para hacerse a sus parcelas, cosechas y ganados. O impidiendo que siembren y cultiven, buscando conformar haciendas amparadas por títulos de viciado origen, contrarios a la historia y a la realidad humana y social.

Viene por lo tanto de muy atrás esta situación oprobiosa. Que no lo es menos sino más por el culto verbal que a la protección y defensa de esas tribus se ha hecho siempre. Pues al intentar algunos ingenuos creyentes en que ideas y programas políticos son para llevarlos a la práctica, dando a los indígenas la oportunidad para vivir como personas, con todos sus atributos espirituales y físicos y como dueños reconocidos y protegidos de sus tierras, son inmediatamente atacados, obligados a exiliarse y si tercamente insisten reciben el tratamiento del padre Ulcué, con la esperanza de que sea ejemplarizante y por lo tanto los indígenas continúen sometidos, cesen en sus protestas y reclamos y sus territorios sigan enriqueciendo a los usurpadores o a sus herederos, no menos tercamente empeñados en disfrutar de lo ajeno.

Pero no con tanta facilidad como antes. Inevitablemente los indígenas han formado sus propios líderes, como este sacerdote que creyó que la doctrina de Cristo era para todos, con sus hermanos de sangre e infortunio en primer término. Y ominosamente las guerrillas, que en el Cauca han creado uno de sus reductos, encontraron también que esta explosiva situación era el mejor caldo de cultivo para demostrar que ellas si podían resolver en favor de los indígenas las injusticias centenarias. De ahí las invasiones de tierras, hoy mucho más virulentas, la respuesta por la fuerza a las persecuciones, la aparición de un sistema de gobierno que sin formalidades legales ni nada que se les parezca, se deshace de ladrones y asesinos o de los que por tales son tenidos, hasta el punto de que algunos jueces de la República que allí ejercen se han quedado sin oficio, pues se acabaron los denuncios por hechos violentos y por delitos contra la propiedad.

Que realmente hayan desaparecido es otra cosa, pues el miedo, eterno compañero de vida de estos indígenas, sin duda tiene muchas acciones en este silencio. Pero en todo caso es un síntoma muy diciente de lo que esta pasando. Y una advertencia, ya de última hora, para el Gobierno y los partidos que lo forman. La política de ofrecer pero no hacer para no ofender a los terratenientes convertidos en caciques de los votos y las prebendas, de tolerar y no ver las violaciones que permiten el disfrute escandaloso de lo ajeno, traducidas en los más crueles atentados, ha producido este intolerable estado de revuelta permanente, que ya es insostenible, así se pretenda negarlo. Allí, en el Cauca, se esta viendo y más se verá si la paz, que no puede ser sino justicia, que debe comenzar con el reconocimiento de derechos eternamente despreciados, puede ser impuesta contra sus enemigos.

Entre otros, los que no quieren reforma agraria, los que con inmensa ceguera pretenden mantener las condiciones que han causado las guerrillas,
sembrado el odio y esparcido la miseria. Si puede decirse que los asesinos del padre Ulcué recibieron pronta y cumplida justicia, sobre todo los autores intelectuales, los primeros responsables, podrá entonces afirmarse que la dolorosa muerte del sacerdote no fue en vano al contribuir a que para sus hermanos cese la opresión y comience la dignidad, la elemental dignidad de ser reconocidos y tratados como colombianos, que es lo que hasta ahora no han tenido ni podido disfrutar.

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