Por Guillermo Cano Isaza

Libreta de Apuntes, enero 25 de 1981

Desde varias semanas atrás y aún más desde hace varios meses antes de ocurrir la trágica muerte del joven Lucio de la Pava, que ha tenido el poder de sacudir como un terremoto a la sociedad, comenzando por los más altos mandos del Gobierno hasta los más diversos estratos sociales, nos veníamos formulando íntimamente y con preocupación creciente la pregunta de si en Colombia estábamos padeciendo, sin que nadie se atreviera a decirlo los horrores y peligros de un «Estado Policial».

Comencemos por decir que es necesario, sobre todo por el reciente acontecimiento violento, que el calificativo de «policial» para un Estado que ha dejado de ser de Derecho, no se refiere a los atropellos, violaciones o depredaciones por parte de la policía: porque los «Estados Policiales» donde se ha perdido o se está perdiendo todo sentido de respeto a los Derechos Humanos, no procede sólo la Policía como tal, que es una de las armas -y generalmente, las menos armadas- que componen las Fuerzas genéricamente llamadas del Orden o de la Autoridad. Al Estado Policial se llega cuando todas las armas constituidas para defender la honra, los bienes y la vida de los ciudadanos se van convirtiendo o se convierten en dueños implacables de esos mismos bienes, de esas mismas honras, de esas mismas vidas, para decir a las malas, porque a las buenas no le sirve, qué hacer o deshacer con ellas derribando paulatinamente o de un tajo todo cuanto constituye el Estado de Derecho.

Lo peor es que el «Estado Policial» aparece no pocas veces sin necesidad de dar lo que tradicionalmente se llama un golpe de Estado. Lo producen paulatinamente. Y cuando el hecho se ha cumplido, ya es poco o nada o muy difícil hacer algo para evitar el golpe total.

Cuando El Espectador denunció en su momento la llegada del lobo de las torturas, nos quedamos solos por algún tiempo en nuestras denuncias, hasta cuando semejantes y tantas atrocidades ya trascendían nuestras fronteras, produjeron truenos y centellas de lo alto para decir que todo era mentira; pero al mismo tiempo se comenzaba, afortunadamente, a mitigar los tratamientos indignantes y a modificar sistemas absolutamente reñidos con los Derechos Humanos. Gracias a Dios tal cosa ocurrió aunque, también, lamentablemente, el mal no ha desaparecido del todo.

Pero de un tiempo para acá nos estamos viendo enfrentados a otros síntomas tan graves o más que los que se sucedieron en la gran crisis de la aplicación inicial, implacable y salvaje del Estatuto de Seguridad que se presta hoy -y cómo saber hasta cuando, para todo- para que dentro de un Estado de Derecho aparezca el temible esqueleto vengativo del Estado Policial con sus guadañas superafiladas y letales en cada uno de sus huesos.

No estamos defendidos, ni mucho menos, por las fuerzas del orden o de la autoridad. Los atracos, las violaciones, los asesinatos ocurren a diario. Surge, claro está, en estos momentos, la contraofensiva demagógica de que si la muerte del joven Lucio de la Pava hubiera sido la de algún joven de un barrio deprimido, en zona pobre, no tendría la resonancia ni la amplificación que el caso reciente ha tenido. Mentira. Nos duele la muerte, en circunstancias parecidas, de cualquier joven. Y han ocurrido. Que tenga prensa la una y no la otra; que sobre la primera se pronuncie indignado el señor ministro de Defensa; y que el señor presidente Turbay se sienta en la obligación de expresar su reacción enérgica, no quiere decir que idénticas posiciones han debido tomar las altas dignidades en otros casos, como desde luego y para vergüenza suya, no se creyeron obligados a hacerlo en tantos otros hechos que en su momento podían lesionar sus dignidades. Por el contrario: ahí está la tremenda diferencia que ha dejado ir creando en Colombia torpemente un Estado Policial disfrazado dentro de un Estado de Derecho, ridículamente vestido de etiqueta.

Pero, ¿hacia dónde vamos?, nos preguntarán los lectores. A evitar, otra vez si es posible, en menos de dos años, que se confunda el deber de la autoridad con el abuso de la autoridad. La sustitución del Estado de Derecho por el Estado Policial. No son defensables, en caso alguno, los excesos ciudadanos, los desmanes juveniles, adolescentes o seniles, el abuso de sus libertades, la subversión o las atrocidades. Los delitos civiles como los militares deben ser prevenidos, reprimidos o castigados. Pero que a nombre de un Estado Policial clandestino e inaceptable se destruya día tras día -nos atrevemos a decir que casi deliberadamente- el Estado de Derecho, nos negamos a aceptarlo. Entre uno y otro hay una tan grande diferencia que los colombianos, de todas las extracciones sociales, económicas y políticas, pero sobre todo en el último caso, los liberales no podemos, no debemos dejar que progresen.

La Libertad y el Orden, sabiamente lo dice la insignia nacional, no se contraponen. Mientras no resuelvan los super-fuertes que el Orden debe matar a la libertad.

La muerte inexorable del joven Lucio de la Pava no debe alegrar a los que odian a los que ahora llaman despectiva y resentidamente «hijos de papi» o «hijos del norte», como reactivación de la lucha de clases que también se viene estimulando peligrosamente desde diferentes mandos oficiales y con irresponsable demagogia por candidatos a las diferentes escalas burocráticas, ni debe despertar sentimientos parecidos en quienes ya hablan de «hijos de tugurios» o «hijos de padres desconocidos».

La gran batalla por una Colombia mejor es que ni unos ni otros consideren, como están considerando, a las autoridades del orden como a sus enemigos; y éstas, a su vez, como los enemigos públicos número uno de la sociedad. Ahí está presente, ya no como un embrión sino como un sano crío que crece y crece, el «Estado Policía»…

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