Por Guillermo Cano Isaza
Libreta de Apuntes, 29 de marzo de 1981
Como periodistas suelen presentársenos serios dilemas sobre si debemos o no comentar ciertos acontecimientos que golpean de momento la opinión pública colombiana; si merece la pena o no la merece hacer precisiones o claridades frente a las tergiversaciones, acomodamientos, amañamientos, manipulaciones de algunos hechos por parte de los pomposamente llamados “comunicadores sociales” -simplemente, si realmente correspondieran en calidad y profesionalismo, periodistas- cuando uno dispone de elementos de juicio y de la serenidad suficiente para más bien guardar silencio y dejar que sea el transcurso del tiempo el que decante la verdad.
En tal caso me encuentro, por ejemplo, frente a la que durante la semana que acaba de pasar fue la noticia más comentada, más discutida, más desfigurada y hasta más infamemente tratada como la del viaje de Gabriel García Márquez a México, precedida de acontecimientos que se exageraron, que se tergiversaron y que temerariamente se juzgaron sin pleno conocimiento de causa y, mucho menos, sin pleno sentido de justicia, para emitir fallos desde calumniosos hasta ridículos sobre la decisión personal tomada por el escritor genial que le ha dado gloria y fama a las letras colombianas alrededor del mundo.
Me sucede entonces, que el silencio sobre lo que pienso realmente y considero una defensa de lo defendible, no debo ni puedo guardarlo para mí mismo, para mis propias convicciones, sino que debo expresar algunas palabras y fijar algunas opiniones pertinentes para hacer claridad cuando se está tratando, infamemente por muchos medios, de hacer oscuridad sobre lo sucedido.
Me precio, y lo digo sin soberbia, pero sin modestia, de conocer bastante bien a Gabriel García Márquez como hombre, como periodista, como creador de la maravillosa fantasía de la realidad, de su posición ideológica, de su sentido personal sobre la realidad colombiana y de su amor a su patria, como para poder afirmar, sin ninguna vacilación, que el autor de Cien años de soledad y otras prodigiosas novelas, jamás buscaría publicidad bastarda para su obra por venir, como lo afirmaron no pocos “comunicadores sociales” con inaudita ligereza. Ni que García Márquez hubiera tomado la decisión de montar un espectáculo nacional e internacional para desprestigiar el bueno nombre de Colombia, dentro o fuera de ella, como también lo han dicho funcionarios oficiales que modifican sus tesis de un minuto al siguiente y lo han dicho editorial y topográficamente varios medios de comunicación, con imperdonable malignidad. Ni que el escritor colombiano sufra de un síndrome de cobardía porque sus actos y su vida demuestran terminantemente lo contrario aunque se declare públicamente un paciente incurable del miedo de volar.
La noche anterior a los acontecimientos que tanto han dado para hablar mal a los que mal quieren a García Márquez, tuve con él una conversación íntima de más de cuatro horas sobre todos los problemas que nos afectan interna y externamente. De esas conversaciones tuve la convicción plena de que García Márquez, como tal vez en muchísimos años no lo había sentido, estaba viviendo en Colombia en la plenitud de su satisfacción -permítanme que lo diga con una frase muy común entre nosotros- gozando como un enano de su residencia ya decidida en su tierra con olores de guayaba. Tengo entendido, por lo que he conversado después, que esa misma impresión tuvieron sus amigos y aun sus enemigos, con los cuales García Márquez repartió casi cada minuto de su permanencia entre nosotros. Se proponía hablar con altos funcionarios del Gobierno, entre ellos el canciller Lemos Simmonds, con quien tenía cita prevista para mañana lunes, para exponerles con toda claridad su pensamiento y sobre todo su valiosa información personal sobre asuntos que al Gobierno no le deberían ser indiferentes. Hasta el propio subdirector de El Tiempo, don Hernando Santos, había interpuesto su vieja amistad para que García Márquez le concediera a su periódico, que lo ha hecho objeto de tan mal trato antes y después de los sucesos de esta semana, un “reportaje exclusivo” a su redactor estrella, Germán Santamaría, a lo cual había accedido el novelista, como lo anunció ese matutino, que lo publicará en la parte que pudo desarrollarse abiertamente.
¿Cómo, entonces, explicarse con serena reflexión, el cambio que sufrió García Márquez en tan breves horas? No ciertamente por miedo, porque el miedo lo tiene reservado precisamente al avión, en el que tuvo que subir apresuradamente para trasladarse de Bogotá a Ciudad de México.
García Márquez tuvo que tener información seria, porque él no suele tratar las cosas graves con el “mamagallismo” de su conversación iluminada, para temer no sólo por su integridad personal y la de su esposa, sino por el eventual sometimiento a tratamientos degradantes que de alguna manera lo hicieran aparecer vinculado al terrorismo -que detesta y desprecia-, a la subversión que jamás ha practicado, al tráfico de armas -cuando su única arma como bien lo dice es su máquina de escribir-, al entrenamiento guerrillero, a todo el tejemaneje de los procesos guerrilleros colombianos. García Márquez habla de todo ello, en público, sin ninguna reticencia, para expresar sus puntos de vista. Y estoy convencido de que con la misma claridad con que hubiera hablado al canciller Lemos Simmonds, lo ha hecho y lo haría con los ideólogos o practicantes de los movimientos que perturben el orden público nacional, o el de El Salvador o el de Guatemala o el de Nicaragua.
Aunque ahora se afirma, cuando se ha superado el momento crítico, que contra García Márquez no había absolutamente nada, y se diga que a quien lo dice hay que creerle, persiste la duda mortificante de que algo había en el fondo que afortunadamente no se concretó. A García Márquez le creo y más, porque bien lo conozco. No huyó; no tenía motivos comerciales para promover una novela próxima a aparecer y cuya venta mundial está asegurada; no tiene intenciones de lesionar el nombre de su patria, a la que ama y a la que quisiera ver transformada; allá él con sus ideas. No huyó por miedo. Existía contra él algún tipo de amenaza, probable o incierta, de quien vaya a saber qué inspiración, pero amenaza al fin. Y su vida, y sobre todo su integridad intelectual, patrimonio imposible de hipotecar e intocable frente a la falacia, la calumnia, la infamia, en fin, a la maledicencia, sólo él podía defender.
Pero la defensa de la actitud de Gabriel García Márquez es una causa defensable… Pensándolo mejor, García Márquez no necesita defensor de oficio…