Por Guillermo Cano Isaza
Marzo 12, 2009
Fragmentos de sus libretas de apuntes
Fue entonces cuando me di cuenta de una extraña verdad: las arrugas en el rostro ajado del poeta, mi poeta (Ciro Mendía), no eran marca alguna del transcurso de los días. No. Cada arruga, desde la más pequeña e identificable, surgía cuando creaba un verso. No por dolor, como en los partos. Sino de tranquilidad. Yo me atrevería a decir que si se contaran hoy los versos y poemas del Poeta, mi Poeta, nos encontraríamos con que la cifra coincide, como lo podría testificar moderna calculadora, con el número de arrugas que su propia creación dejó de herencia para siempre.
Esta niña catalana que llegó a Colombia recién nacida, rescatada del odio, y por eso sin odio, sin huir huyendo, escapando de la crueldad y de la fuerza bestial de la injusticia, se quedó aquí, con sus irrepetibles ojos de color mediterráneo –al decir del gran Ulises, el colombiano Eduardo Zalamea Borda–, y hoy, años después, resulta conociendo, queriendo, defendiendo y expresando a Colombia mejor de cómo pueden hacerlo los colombianos de nacimiento.
A esta niña catalana que llegó a Colombia recién nacida y aquí se quedó y aquí tiene hijos, nueras, nieta y lo que está por llegar, y que de tal manera expresa a Colombia, permítanme que al llegar una Navidad más –y ojalá me sea dado vivir otras muchas más–, envíe esta tarjeta personal navideña para decirle a ella que para mí hay una realización completa sabiendo que ella ama tanto a Colombia como yo amo a Cataluña.
Han sido los de José Salgar, cincuenta años de apostolado periodístico. De apostolado en el más bello sentido de la palabra. Sin una sola claudicación ante los poderes extraprofesionales, rebelde hasta la valentía ejemplar contra toda forma de censura o de opresión a la libertad de imprenta, consecuente en su actividad pública y privada con una ética de honestidad y de moralidad donde no se encuentra tacha, bache alguno. Un hombre así ha creado una obra y ha vivido una vida ejemplar dentro del periodismo colombiano.
Algún privilegio debe tener el director y en este caso hago uso de él para pasar por encima del juicio impecable e implacable de José Salgar estas cuartillas tal como me salen de lo más profundo.
Con Helena Calderón de Santos y con Hernando compartimos tantos momentos de felicidades colmadas y de duros momentos de luchas desiguales y azarosas, que ni los días más ásperos de transitorias diferencias de criterio –y los verdaderos amigos deben tener diferencias grandes y pequeñas de criterio para que la amistad no se corrompa en la monotonía del unanimismo cómodo y hasta falso–, ni las ausencias o incomunicaciones accidentales –paréntesis que también ponen a prueba las amistades sinceras– pudieron jamás modificar el acercamiento espiritual y anímico de personas que aprendieron desde el primer momento a quererse respetándose, a transitar el destino, con alegría o con dolor en constante realización de íntegro compañerismo.
La muerte de Helena, al recordarla viva, me ha hecho el gran favor de hacerme vivir de nuevo más de la mitad más hermosa de mi vida.
Yo me sorprendía y me quedaba admirado cada día al tener la oportunidad de leer anticipadamente a su publicación las columnas de Fabio Lozano Simonelli o sus editoriales, porque eran, sin la menor duda, modelo del mejor periodismo y del más depurado y profundo lenguaje político. Y mi admiración crecía ante la versatilidad de sus conocimientos de los problemas y de las situaciones más complejas nacionales y extranjeras y ese sexto sentido para adivinar, acertando, los desarrollos de los acontecimientos que a otros nos parecían tan difusos, confusos e indescifrables.
Era la elegancia, además, la que acompañaba cada concepto, elegancia para decir las cosas más fuertes y las censuras más severas que en tantas ocasiones conmovieron los cimientos de la patria. Porque su pluma limpia, sabía decir, como muy pocos lo han hecho en la prensa colombiana a lo largo de su más brillante historia, las verdades más duras convirtiendo su verbo escrito en estilete para operar a la patria o al partido cada vez que fue necesario recurrir a la alta cirugía para salvar a una y a otro de su postración o de su desesperanza.
Me sucede que el silencio sobre lo que pienso responsablemente y considero una defensa de lo defensable, no debo ni puedo guardarlo para mi mismo, para mis propias convicciones, sino que debo expresar algunas palabras y fijar algunas opiniones pertinentes para hacer claridad cuando se está tratando, infamemente por muchos medios, de hacer oscuridad sobre lo sucedido.
Me precio, y lo digo sin soberbia, pero sin modestia, de conocer bastante bien a Gabriel García Márquez como hombre, como periodista, como creador de la maravillosa fantasía de la realidad, de su posición ideológica, de su sentido personal sobre la realidad colombiana y de su amor a su patria, como para poder afirmar, sin ninguna vacilación que jamás buscaría publicidad bastarda para su obra por venir, como lo afirmaron no pocos “comunicadores sociales” con inaudita ligereza.
García Márquez tuvo que tener información seria para temer no sólo por su integridad personal y la de su esposa, sino por el eventual sometimiento a tratamientos degradantes que de alguna manera lo hicieran aparecer vinculado al terrorismo, a la subversión que jamás a practicado, al tráfico de armas, el entrenamiento guerrillero, a todo el tejemaneje de los procesos guerrilleros colombianos. A García Márquez le creo y más, porque bien lo conozco. No huyó. Existía contra él algún tipo de amenaza, probable o incierta, de quién vaya a saber qué inspiración, pero amenaza al fin. Y su vida, y sobre todo su integridad intelectual, patrimonio imposible de hipotecar e intocable frente a la falacia, la calumnia, la infamia, en fin, a la maledicencia, sólo él podía defender.
Creo haber sido el primer Cano que se aficionó a la fiesta de los toros, con tanta fiebre que no me contentaba con presenciar las corridas y escaparme a los “metideros taurinos” a escuchar impertinentemente a los “pontífices” que en cafés y cafetines discutían de día y de noche sobre un pase, un muletazo, una estocada, la mansedumbre o la bravura, la nobleza o el sentido de un toro, sino que poco a poco me hice –lo que algunos llaman pomposamente– aficionado práctico. Y todo por culpa de los amigos que nacieron alrededor de la fiesta de los toros y de la Plaza de Santamaría.
Los mejores amigos que he tenido y tengo –con excepción de algunos de los tiempos escolares– están o estuvieron vinculados a mis aficiones taurinas y nacieron, podría decirse, en la arena o en la gradería de la plaza que hoy cumple 50 años de existencia.
¿Cómo, pues, no recordar en este día, que lo mejor, lo más bello, lo más alegre, lo más interesante, lo más perdurable, lo más digno y hermoso de mi vida está ineludiblemente e incancelablemente ligado a esa plaza a la que vuelvo hoy para acaso no volver jamás?
Me correspondió en los últimos meses, representar a mi padre en actos especialmente significativos, donde se le rendía en vida honores y se le reconocían, con generosidad abrumadora para él y para nosotros, los méritos de su vida impoluta. En algunos de esos actos, a pesar de mi animadversión, de mi timidez y del miedo físico e intelectual que me produce tener que hablar en público, hube de pronunciar varias palabras sobre Gabriel Cano en las que intenté, como en la “Posdata a la Autobiografía de un Periódico”, dar si quiera una aproximada semblanza de lo que él representó, de lo que él hizo, de lo que él sufrió y padeció para consolidar el periódico de su herencia, de su amor y de su debilidad y también de las alegrías compartidas en las horas de los éxitos y de la dedicación de sobretiempo completo como única actividad de su existencia, para que se mantuviera, sin ni siquiera pecados veniales, la integridad moral, la independencia de todos los poderes humanos, la consagración al servicio de Colombia y del liberalismo de El Espectador.
A esas palabras hechas públicas en su oportunidad no puedo ni quiero agregar nada más, ahora que mi padre ha muerto en “olor a santidad periodística” como tuve oportunidad de decirlo cuando ya estaba cerca del llamado ineludible para partir hacia la eternidad.
Y no puedo ni quiero agregar nada porque desde el 22 de febrero de 1981, plumas esclarecidas han dicho y siguen diciendo más y mucho mejor de lo que pudiera hacerlo yo sobre lo que significó para la patria, para su partido y para la prensa libre, la vida y la obra de Gabriel Cano… Encontramos que lo que hemos leído profusamente emocionados, corresponde con exactitud y sin exageraciones al hombre modelo que condujo con admirable visión su “barco de papel”.