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Conferencia de Alberto Donadío

Cátedra Guillermo Gano

Por Alberto Donadío

Medellín, febrero 9 de 2007

Agradezco a Marisol Cano y a la Fundación Guillermo Cano la invitación para participar en la Cátedra Guillermo Cano.

No tengo ningún título para hablar sobre don Guillermo Cano, salvo el de ser admirador de la historia de El Espectador y haber seguido los editoriales de El Espectador y las columnas de don Guillermo en los años setenta y ochenta. Me retiré de El Tiempo dos meses después de la muerte de don Guillermo en diciembre de 1986 y en todos los años anteriores en que trabajé en la Unidad Investigativa, los editoriales que coincidían con mi manera de pensar eran los de El Espectador y en cambio con mucha frecuencia estuve en desacuerdo con los editoriales de El Tiempo, particularmente cuando la dirección de  ese periódico pasó ya irremediablemente a manos de Hernando Santos Castillo en 1981. El Tiempo podía tener mayor circulación pero el periódico con cuyas páginas editoriales y de opinión simpatizábamos algunos periodistas de El Tiempo, era El Espectador. Ya es muy tarde para mandar un mensaje velado a los Cano insinuando que  aceptaría de muy buen grado una oferta para trabajar en el Canódromo, pero la incompatibilidad que se sentía con los Santos fue suficientemente asfixiante como para dejar constancia ahora.

En Colombia no es el déficit fiscal, ni el déficit presupuestal, ni el  déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos lo que preocupa a los ciudadanos, porque para empezar esos problemas casi nadie los entiende y ni siquiera quienes los entienden y dominan lograr hacer algo efectivo para subsanarlos. En Colombia el déficit que sí preocupa y agobia a los ciudadanos es el déficit de la buena fe. Desde hace por lo menos treinta años, el número de personas de buena fe en posiciones de influencia  nacional ha caído de manera vertiginosa. Ahora mismo sería fácil hacer la lista de diez colombianos y colombianas que son reconocidos internacionalmente por sus méritos o ejecutorias literarias, artísticas y aun deportivas. Pero, ¿es fácil elaborar la lista de diez personalidades del momento que sobresalgan por su buena fe? Lo contrario sí se puede hacer al por mayor.

Cada día, o cada dos días, o cada tres días, se conoce un nuevo caso de alguien con poder o autoridad, con mucho o con poco poder, que ha actuado de mala fe. En ese elenco de autoridades hay que incluir a quienes infringen el código penal en materia gravísima y también a quienes abusan del poder que ejercen. En ese elenco, para dar ejemplos, estaría el ex comandante del batallón La Popa en Valledupar, relevado de su cargo por el ministro de Defensa. No ha sido juzgado ni condenado pero se le acusa de recibir treinta millones de pesos al mes de parte de un jefe de las autodefensas, a cambio de los cuales habría legalizado como si fueran muertes en combate las bajas causadas por una banda armada particular. Es decir que en Valledupar se efectuó una efectiva y eficaz privatización del ejército nacional.

Luego existe el elenco de quienes ejerciendo poder o autoridad actúan de mala fe pero sin estar directamente involucrados en hechos de sangre. Es el caso, para seguir citando ejemplos frescos, del contratista particular que por amenazas tuvo que ceder un contrato con el  municipio de Barranquilla a otro contratista. El municipio por  escrito le impuso ese traspaso, en actuación de mala fe. Pero como los escándalos traen sus propios escándalos, resulta que el contratista inicial era un senador, al cual se le autorizó el cobro de los impuestos. No puede ser de buena fe que sean un senador y su esposa, ambos de Barranquilla, los que cobren los impuestos de Barranquilla. Eso equivale a una privatización de una función básica del Estado y equivale también a implantar una forma de feudalismo. El nuevo contratista, escogido a dedo, también pertenece a una casta de senadores y políticos de Barranquilla y se llama David Name Terán. Y no puede ser de buena fe que quien aspire a recaudar los impuestos sea un senador. O  dicho de otra manera, solamente cuando alguien obra animado  por la mala fe puede considerar viable una aspiración semejante. Hace cincuenta años lo dijo Alberto Lleras Camargo: «Ningún colombiano puede aspirar a enriquecerse ni prosperar sólo por la acción del Estado, a menos que tenga el pensamiento de robar a sus conciudadanos».

Luego existe otro elenco cuyas actuaciones pueden no ser de abierta mala fe pero sí están exentas de buena fe. Por ejemplo, la actual ministra de Relaciones Exteriores, a quien el presidente Uribe defiende públicamente, pese a que acompañó a su hermano el senador Alvaro Araújo ante el despacho del fiscal general de la Nación para preguntar por las averiguaciones penales en contra del senador. La ministra nada tiene qué ver con las actuaciones de su hermano, pues como es lógico nadie responde por los actos de la familia, pero sí lo acompañó ante el funcionario investigador, es decir hizo valer su investidura para favorecer a su hermano, lo cual implica tomar partido por él.

Se dirá que en el caso del comandante del batallón no está en juego la buena o la mala fe sino el cohecho y otros delitos y que en el caso del contrato de Barranquilla hubo delitos contra la administración  pública y que en el caso de la ministra se presentó un tráfico de influencias. Es cierto. Pero esas conductas parten de y se originan en un déficit de buena fe y luego derivan en crímenes o en peculados o en indelicadezas. En la esencia, sin embargo, si nos remontamos a cuál debía ser la actuación legal, correcta y honorable, se puede partir siempre de un análisis sobre la buena fe de las personas, o sobre la ausencia de ella.

Si a ustedes les parece que estoy divagando sobre un concepto etéreo e inasible, es posible que tengan razón, pero no encuentro  otra definición que abrace lo que representó el director de El Espectador. Don Guillermo Cano fue el faro de la buena fe en un país donde impera -y triunfa- la mala fe. Todo lo que él hizo, y lo que dejó de hacer, deriva del ejercicio pleno y cabal de la buena fe. Pero antes de entrar en materia, no se puede dejar de mencionar la tradición honrosa que nace con el fundador de El Espectador, don Fidel Cano. A propósito, en este país de doctores, los Canos fueron siempre dones, en vida y después de muertos: don Fidel Cano, don Luis Cano, don Gabriel Cano y don Guillermo Cano, directores todos de El Espectador.

Hablamos hoy de Don Fidel Cano cuando ha pasado casi un siglo de su muerte, y el don no se desgasta.

La tradición de los Cano es la de llamar las cosas por su nombre. En 1888, un año después de fundado el periódico, escribió don Fidel Cano sobre el Concordato recién firmado por el presidente Núñez con la Santa Sede, en un comentario que sigue siendo moderno y actual y que inauguró el estilo que fue prototipo de El Espectador:

El documento que con el nombre de Concordato ha publicado recientemente el Gobierno, no es en realidad un tratado o convenio ajustado entre dos entidades soberanas, sino el acta de una confesión hecha por un pobre pueblo penitente, ante un sacerdote que habla como Dios todopoderoso y exige como rey absoluto; el asunto tal y como ha sido llevado y resuelto más parece de los que suelen tratarse en las alcobas de los moribundos inconscientes, que de los que se ventilan en los gabinetes de los diplomáticos. Colombia se acusa, por boca de su Ministro ante la Santa Sede, de no sabemos qué pecados cometidos años atrás al ejercer su soberanía; promete humildemente la enmienda; acepta el régimen de vida que se le impone; hace fervorosos actos de fe; resarce con prodigalidad los daños causados por las culpas de que se acusa; logra la absolución, y alcanza que, por vía de misericordiosa adehala, ofrezca el sacerdote orar todos los días por su devotísima hija de confesión. (Luis Fernando Múnera López, Fidel Cano, Su vida, su obra y su tiempo, 2005, p. 139)

El obispo de Medellín, Bernardo Herrera Restrepo, decretó que ningún católico podía, sin incurrir en pecado mortal, leer, comunicar, transmitir, conservar o de cualquier manera auxiliar el periódico titulado El Espectador, por sus ataques a los dogmas de la Iglesia  Católica y por sus ofensas a las doctrinas de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana y a la veneranda persona del Sumo Pontífice, Vicario infalible de Cristo en la tierra.

Don Fidel Cano era católico practicante, como lo recordó su bisnieto,  el ingeniero civil Luis Fernando Múnera, en un libro publicado hace dos años por la Universidad de Antioquia. En la casa de don Fidel existía el plato del pobre, donde él ponía la mitad de los alimentos que le servían, y lo mismo hacían otros comensales de su mesa, para atender a los pobres que tocaban a la puerta. Cuando fue senador en Bogotá se lamentaba en sus cartas no poder colocar en su mesa el plato del pobre. «Sufría en carne propia las desventuras de los demás», recordó su hija Julia. Este era el temible anticlerical pero buen cristiano que fundó El Espectador. (Fidel Cano, 2005, p. 28).

En el prólogo al libro de Múnera, el rector de la Universidad de Antioquia, Alberto Uribe Correa, escribió que el legado de don Fidel Cano fue la honradez ante la vida. ¿Y qué es la honradez sino el ejercicio de la buena fe?

Cuando murió don Fidel Cano en 1919, escribió Eduardo Santos en El Tiempo:

Difícil es señalar entre los hombres directivos de los últimos treinta años, la figura capaz de equipararse a la del varón meritísimo que acaba de pagar su tributo a la tierra. Por la integridad de su carácter, por la alteza de sus ideas, por el desinterés con que supo profesarlas, por la gallardía con que las defendió en todo tiempo, por la absoluta fe que fincó en ellas, por el talento que puso a su servicio, por la rectitud que presidió todos sus actos públicos y privados, don Fidel Cano era un tipo de excepción entre el grupo dirigente de nuestros caudillos cívicos.

 

Cerró Eduardo Santos la necrología con estas palabras: «En esta hora supremamente dolorosa, dejamos caer sobre la tumba de don Fidel Cano todas nuestras lágrimas. ..» (Eduardo Santos, Obras Selectas, Colección «Pensadores Políticos Colombianos», Cámara de Representantes, 1981, Tomo XIII, pp. 509-511)

Esa fue la tradición patriótica de los Cano, que se inició con don Fidel y se cerró exactamente cien años después.

Las prendas que resaltaba el doctor Santos en el fundador de El Espectador -la integridad, el desinterés, la rectitud-, se remontan todas a la buena fe. Y coinciden con las que le señalaron otros contemporáneos. En 1954, cuando se cumplieron cien años del nacimiento de don Fidel en el municipio de San Pedro, el profesor Luis López de Mesa, oriundo de Don Matías, dijo en un discurso en la Academia Colombiana de la Lengua:

Cuando combatió hombres y regímenes, fue por el bien común y con perfecto señorío de equidad. (Don Fidel Cano y El Espectador, Conrado González Mejía, Repertorio Histórico de la Academia Antioqueña de Historia, Vol. 38, No. 250, 1987, p. 14)

Don Fidel luchó contra el clero y la Regeneración de Núñez, el Núñez que admira el Presidente Uribe y que Eduardo Santos llamaba «un gran cerebro, un pensador formidable… pero no  un benefactor de la patria… su obra en el gobierno nos inspira profunda repugnancia. Por imponer sus concepciones, cerró los ojos a las picardías innumerables de muchos de sus amigos, implantó un régimen de corrupción y de venalidad». (Eduardo Santos, Obras Selectas, pp. 507-508).

Don Guillermo Cano luchó por defender las leyes y el derecho. Esa es la esencia y ese es el hilo conductor de sus batallas periodísticas frente al narcotráfico, frente a la corrupción oficial, frente a los abusos financieros, frente a las violaciones de los derechos humanos. Esa defensa de la ley le costó la vida.

Quisiera recordar dos momentos de la vida periodística de don Guillermo Cano, que muestran su talante.

Hace treinta años, en marzo de 1977, El Tiempo despidió al columnista más leído y más ingenioso que ha existido en  Colombia, Klim o Lucas Caballero Calderón. Las columnas de Klim habían irritado al presidente Alfonso López Michelsen porque hablaban de una vía al Llano que pasaba por propiedades de la familia presidencial. López citó al director de El Tiempo, Roberto García-Peña, y a quien sería su sucesor, Hernando Santos y dijo que presentaría renuncia al cargo si Klim seguía atacándolo. En lugar de tomar nota de la chiva y correr de vuelta al periódico a publicarla, los Santos y el director se aminalaron y decidieron censurar a Klim, que entonces escribió una carta que contiene este párrafo legendario que quienes lo leímos por primera vez hace treinta años lo recordamos como si fuera de ayer: «La columna que serví durante treinta y cinco años es de ustedes. Y al retirarme de ella me queda la satisfacción de que empleé siempre limpia y honestamente mi pluma, de acuerdo, por lo menos, con la leyenda impresionante que el doctor Santos me dijo alguna vez que llevaban impresa en los gavilanes las viejas armas toledanas: No la saques sin razón ni la guardes sin honor. Espero que no se produzca el golpe militar que ustedes temen, aunque a mi juicio, a esas soluciones de fuerza sólo se llega cuando los gobiernos se corrompen y la prensa, por interés o cobardía, se hace su cómplice.» Muchos años antes había ocurrido un incidente similar, que muestra la diferencia entre Eduardo Santos y los sobrinos que heredaron el periódico.

En 1919 hubo una manifestación obrera en Bogotá, que fue respondida a bala por la policía y produjo varios muertos cerca al palacio presidencial. Santos escribió que las víctimas fueron abaleadas por la espalda cuando intentaban escapar y estaban desarmadas. Como el presidente Marco Fidel Suárez expidió un comunicado que en opinión de Santos falseaba los hechos, el director de El Tiempo escribió que en ese documento había «frases cínicas». Suárez citó a Santos a Palacio y ante testigos lo desafió. Recordándole que cínico viene del griego perro, le preguntó a Santos si en efecto lo que había querido afirmar era que el presidente era un perro. Santos contestó que se ratificaba en su escrito y que el presidente podía acusarlo ante los jueces si creía que había violado la ley. Pero lo más importante fue lo que hizo Santos: volvió al periódico y publicó un relato minucioso del incidente. (Eduardo Santos, Obras Selectas, pp. 222-227) Eso fue lo que no hizo El Tiempo cuando ocurrió la baladronada de López Michelsen.

Quien salvó el momento fue don Guillermo Cano. En cuestión de días, casi diría de horas, anunció El Espectador que Klim escribiría en el periódico de los Cano. Y así fue, la columna se reanudó en El Espectador hasta cuando Klim murió cuatro años más tarde, en 1981.

En realidad, se retiraron de El Tiempo y se trasladaron a El Espectador los Tres Grandes: Klim, el escritor Eduardo Caballero Calderón, hermano de Klim, y Enrique Caballero Escovar, pariente de ambos y castizo y agudo escritor y periodista.

Esa no fue la única ocasión en que El Espectador actuó como tribunal de máxima instancia de la libertad de prensa, como último refugio donde se podía decir lo que los demás periódicos censuraban, ocultaban, disfrazaban o esquivaban.

En el gobierno de Julio César Turbay Ayala el vocero gratuito y permanente de la administración era El Tiempo y el diario que publicaba la verdad y las verdades era El Espectador. Y fue en el gobierno de Turbay cuando don Guillermo Cano libró la batalla contra el Grupo Grancolombiano de Jaime Michelsen Uribe, el banquero más poderoso del momento y el hombre que dirigía el conglomerado económico con más tentáculos en el país. Las empresas de Michelsen actuaban en todos los sectores de la economía, salvo en la caza y pesca.

Fue El Espectador el diario que lideró las denuncias contra los fondos de inversión del Grupo Grancolombiano. Treinta y cinco mil ahorradores tenían cuentas en los fondos. A principio de 1980 los fondos de inversión, con la plata de los ahorradores, compraron grandes paquetes de acciones de la Nacional de Chocolates. Lógicamente la acción subió y se cotizó a 85 pesos. Luego vino el fraude. Una señora llamada María Mayorga apareció vendiendo 7 mil acciones de Chocolates a 50 pesos. A continuación, con base en el supuesto bajonazo registrado en la bolsa de valores, bajonazo que en realidad no ocurrió porque esta  operación se demostró que era ficticia o arreglada, los fondos le vendieron millones de acciones de Chocolates a otras compañías del Grupo Grancolombiano, siempre al precio de 55 pesos. De un mes a otro, los clientes de los fondos vieron en los extractos que habían perdido el 70 por ciento de su ahorros y se apresuraron a retirar lo poco que les quedaba. Unos meses después, las pérdidas de los fondos llegaron al 91 por ciento.

Por su parte, Michelsen negoció las acciones que sus compañías habían comprado a 55 pesos con el Sindicato Antioqueño y se las vendió a 100 pesos. Lo mismo sucedió con acciones de Noel, Argos, Simesa y Cine Colombia.

El fraude se descubrió porque la venta que hizo María Mayorga fue para marcar precio, no porque ese precio fuera real. Y eso se supo cuando se averiguó la identidad de María Mayorga: vivía en Soacha y era empleada doméstica de la casa de Carlos Sanz de Santamaría, miembro de la junta directiva del Banco de Colombia. Cuando la llamaron a declarar ella dijo, en un titular que causó impacto: Yo no se qué es una acción.

En el caso del Grupo Grancolombiano, El Espectador obró de buena fe y en cumplimiento de la misión de fiscalización que corresponde a la prensa. Estaba defendiendo al público que sufrió una gravísima lesión por cuenta de operaciones ilícitas y maniobras prohibidas. En cambio, El Tiempo no obró de buena fe. Me consta personalmente porque en esa época yo figuraba en la nómina de la redacción y estaba absolutamente prohibido en El Tiempo publicar informaciones críticas de Michelsen y de su tinglado de empresas. Ni la intervención directa de don Hernán Echavarría Olózaga surtió efecto. Lo cuento porque lo viví.

Don Hernán era el presidente de la Comisión Nacional de Valores y como tal había iniciado la investigación contra los fondos de Michelsen. Don Hernán me pidió que fuera a su oficina. Eso fue el 27 de febrero de 1981, porque todavía tengo los apuntes de esa conversación.

Don Hernán me pidió que en la Unidad Investigativa de El Tiempo publicáramos detalles de la investigación, que él se ofreció a suministrarme, pero no fue posible escribir ni una letra. Mi investigación sobre Michelsen solamente pudo publicarse en un libro tres años después. Don Hernán me contó que Jaime Michelsen le había mandado de regalo una botella de champaña en caja de cacho, tan fina que no tenía marca y que él se la había devuelto porque no era elegante. Todavía sigo sin saber qué es una caja de cacho pero sí se que en muchas otras ocasiones que no trascienden, los Jaimes Michelsen de antes y de ahora regalan botellas de champaña y otras cosas a muchos funcionarios que no las devuelven. Son muy numerosos los decretos y contratos que se han firmado gracias a la viuda de Clicquot.

La posición de El Tiempo era diametralmente opuesta a la de El Espectador. El Tiempo consideraba que la prensa no debía ocuparse de las investigaciones sobre las actividades del Grupo Grancolombiano y así lo señaló en un editorial. A este editorial contestó don Guillermo Cano con otro titulado «Que los periódicos callen», que se publicó el 16 de mayo de 1982, del cual conviene citar este fragmento:

El Tiempo pidió en su editorial del martes pasado que las investigaciones contra el Grupo Grancolombiano «se saquen de las páginas de los periódicos». Esa solicitud de El Tiempo va dirigida, obviamente, a El Espectador, porque ellos saben que la delictuosa
operación de los Fondos Bolivariano y Grancolombiano nunca ha estado realmente en la mayoría de la prensa. Saben que la radio, la televisión e importantes periódicos están participando, con la boca llena, en la conjura del silencio encabezada por «El Grupo» para ponerse a salvo con el botín.

¿Qué hubiera sucedido si -en lugar de denunciar hechos tan graves- este periódico hubiera guardado silencio, como aconseja El Tiempo, dizque por razones de «elemental conveniencia»? ¿Conveniencia para quién? No para Colombia; no para la opinión pública, cuyo escepticismo crece, y cuya fe en la libertad desaparece, viendo que los poderosos y los prepotentes se apoderan del país con el silencio de quienes tienen obligación moral de defenderla.

Este editorial recoge la honrosa línea de conducta de don Guillermo Cano:
él creía que como periodista tenía la obligación moral de defender la libertad, él creía que su misión era obrar como vocero y abogado de la ahorradores lesionados, él creía que el poder de la prensa debe servir para denunciar a los poder El Tiempo osos y a los prepotentes cuando violan la ley. En cambio, El Tiempo preconizaba una tesis que no era de buena fe. Sacar de las páginas de los periódicos las investigaciones contra Michelsen equivalía a tomar partido en contra de terceros inocentes -los ahorradores de los fondos Bolivariano y Grancolombiano- que fueron víctimas de ardides cuidadosamente planificados por personas que autorizadas por la Superintendencia Bancaria para ocupar posiciones en el sistema financiero tenían clarísimas obligaciones fiduciarias.

Hernando Santos Castillo, el director de El Tiempo, era amigo personal del director de El Espectador, y ambos fueron amigos de los toros, o mejor, de los toreros. No puedo hablar por Hernando Santos, a quien conocí y padecí durante varios años, para explicar sus razones o tratar de atenuar esta página negra en la historia de El Tiempo, pero sí puedo traer a cuento su filosofía, porque él mismo la expuso en incontables editoriales. Esa filosofía se reúne en tres palabras: rodear las instituciones. Como nosotros en la Unidad Investigativa publicábamos, con gran dificultad, informes sobre el procurador general de la Nación que usaba documentos falsos para tramitar su pensión de jubilación o sobre el ministro de Obras Públicas que concentraba los contratos en su ex-socio, teníamos enfrentamientos casi diarios con el director, que en los editoriales siempre que se denunciaban procederes ilícitos consideraba que la denuncia atentaba contra las instituciones y recomendaba entonces la fórmula mágica: rodear las instituciones. Comparto esa fórmula pero no como la entendía el director, es decir, que era mejor tapar que airear pues realmente la mejor manera de defender las instituciones es a través de la denuncia pública y del señalamiento de los funcionarios y personas que las mancillan con actuaciones ilegales o indebidas.

En realidad la posición que defendió Hernando Santos implicaba complicidad y encubrimiento. Ahí radica, en el caso de Michelsen y en tantos otros, la diferencia entre lo que fue El Espectador y lo que fue El Tiempo en el mismo período del gobierno de Turbay Ayala. El Tiempo prestó un notable servicio a la causa de ese gobierno, defendiéndolo a capa y espada. Las colecciones de El Espectador de esa época son tan amarillentas como las de El Tiempo, pero no están marcadas con el sello de la deshonra. En el gobierno de Rojas Pinilla, y en los anteriores de Urdaneta y de Laureano Gómez, existió solidaridad entre El Tiempo y El Espectador, al punto de que cuando las turbas conservadoras incendiaron ambos periódicos en 1952, El Espectador reapareció en las rotativas de El Tiempo. Cabe especular si el veto publicitario que Michelsen ordenó en 1982 contra El Espectador, retirando los avisos de los cines de Cine Colombia y la publicidad de los bancos y demás entidades del Grupo Grancolombiano, veto que se inició cuando ya el periódico llevaba varios meses de denuncias, cabe especular, digo, si Michelsen se hubiera atrevido a imponerlo si de parte de El Tiempo hubiera existido una posición solidaria con los ahorradores perjudicados o una vigorosa posición de informar sobre los hechos, en vez del veto informativo.

Ni siquiera cuando Michelsen fue removido como presidente del Banco de Colombia y acusado de varios delitos, ni siquiera cuando huyó a Miami y Panamá, dejó de contar con la solidaridad editorial de El Tiempo. En 1986, es decir, seis años después del escándalo de los fondos de inversión, el editorial de El Tiempo hizo esta afirmación asombrosa: «El viacrucis comenzó en enero de 1984 después del ‘golpe de estado’ que la Administración Betancur le dio a don Jaime Michelsen». ( El Tiempo, abril 23 de 1986).

Conste que más de dos años antes del supuesto golpe de estado, la Superintendencia Bancaria, de manera oficial, había afirmado que en el Banco de Colombia se descubrieron autopréstamos para los directivos: «la Superintendencia comprobó que, efectivamente, la entidad (Banco de Colombia) había venido otrogando créditos por sumas considerables a varias entidades del Grupo Grancolombiano, entidades en las cuales figuraban como últimos beneficiarios, en razón de la composición de los respectivos capitales, algunos integrantes de la Junta Directiva y funcionarios ejecutivos del mismo». ( El Espectador, enero 2 de 1984, p. 9-A).

No se puede dejar de mencionar aquí a Fabio Castillo y a Héctor Mario Rodríguez, periodistas de El Espectador, cuyos artículos e informes sobre El Aguila fueron ejemplo de persistencia. Ni se puede dejar de mencionar el papel poco honroso en este affaire de Andrés Restrepo Londoño, que era ministro de Desarrollo de Turbay Ayala. Restrepo Londoño acusó ante la Procuraduría a don Hernán Echavarría Olózaga por violación de la reserva bancaria. Echavarría habló del asunto en una entrevista, en la que dijo que el caso de los fondos fue «el fracaso financiero más grande y más irregular que ha visto el país»:

Yo considero que la forma como la clase dirigente lo ha tratado y analizado ha sido muestra de irresponsabilidad social.. .. yo creo que el más responsable fue el ministro de Desarrollo, el doctor Andrés Restrepo Londoño. El era el presidente de la Sala General de la comisión [Nacional de de Valores] y mi superior. A él le correspondía haber hecho una investigación exhaustiva de lo ocurrido, no para tirarse a nadie sino para contribuir a corregir los defectos de las instituciones. Yo le advertí por escrito que si no denunciábamos los hechos ocurridos y no les dábamos a los inversionistas perjudicados oportunidad de defenderse podríamos ser acusados los dos por encubrimiento. En todo momento se hizo a un ladito, como se dice. .. Pero naturalmente hay que ser comprensivos, el ministro Restrepo Londoño tenía de por medio la Embajada en Londres y hubiera hecho cualquier cosa por no perderla y eso no deja de ser una condición atenuante en la época en la cual vivimos».

Andrés Restrepo Londoño denunció a Echavarría Olózaga ante la Procuraduría por divulgar una resolución, la resolución en que se sancionaba a los responsables de la operación bursátil fraudulenta de María Mayorga, es decir lo acusó de violar la reserva bancaria por publicar un acto administrativo. Hasta ese grado de abyección llegaban los ministros de Turbay Ayala. Echavarría Olózaga fue sancionado por la Procuraduría, aunque años después otro procurador revocó ese castigo ilegal y arbitrario. Sobre el papel del entonces ministro de Hacienda, Jaime García Parra, observó Echavarría Olózaga:

Al doctor García le llevé yo personalmente copia del resumen del informe sobre la visita de la Superintendencia Bancaria y traté de explicarle lo sucedido, los perjuicios ocasionados a miles de inversionistas y el daño causado al mercado de valores. Me recibió cordialmete y creo que hasta con lástima diciéndose: miren a este tontarrón jugando al papel de Juana de Arco. Me invitó a un almuerzo de trabajo en su despacho y me dio un gran sandwiche para que no hablara mucho.

Don Hernán Echavarría hizo en esta misma entrevista de 1981 un par de reflexiones que siguen teniendo vigencia y que además resultaron ser proféticas: «Yo creo que la clase dirigente colombiana ha entrado en un período de descomposición que puede llevar a nuestro sistema democrático a la debacle. Un país de sistema político electivo no puede funcionar ordenadamente cuando su clase dirigente, en su mayoría y con contadas y honrosas excepciones, se torna banal, cuando no venal». ( El Espectador, Noviembre 29 de 1981).

Una reflexión sobre la actuación de El Espectador en este episodio la hizo Manuel Castellanos, un ciudadano particular que desde la época de Rojas Pinilla denunció actos de corrupción:

Y la tragedia en que se convirtió la farándula, se debió a que no hubo manera de callar a El Espectador. Qué Canos tan independientes y atrevidos. Meterse a trancar al primer poder real que en ese entonces usufructuaba a Colombia. Michelsen, habilidoso y temerario, podía más que Turbay, ignorante y complaciente. Ni los halagos por los grandes y jugosos avisos, ni la cínica organización para sabotear a El Espectador, lograron enmudecer ni modificar su tradición. Qué vaina para el Aguila toparse en el vuelo abierto de su ambición y de su poderío con con gente así, tan terca y tan patriota. En el epitafio del Grupo Grancolombiano no se debe poner una frase de pelea, ni una palabra de odio, ni una muestra de rencor. Simplemente debería enmarcarse sobre su tumba esta elegía: “No todo se compra con dinero”. (El Espectador, enero 11
de 1984, p. 9-A)

Me he extendido sobre el caso del Grupo Grancolombiano, por sus méritos intrínsecos, y también porque Michelsen, por medio del veto publicitario contra El Espectador, y sin tener nexo alguno con los narcotraficantes, hizo el primer abono, pagó la cuota inicial, lanzó la primera descarga dentro de la campaña que culminó en el ocaso del periódico de los Cano.

La siguiente batalla de don Guillermo Cano prácticamente se inició a renglón seguido del comienzo de los procesos penales contra Michelsen en 1984.

No es necesario citar aquí cómo los escritos del director sobre los efectos contaminantes del narcotráfico se convirtieron en profecía que ha ido cumpliéndose porque eso ha sido recordados ampliamente con motivo de los veinte años de su muerte en diciembre de 1986.

Creo que es un ejercicio más útil recordar a quienes desde posiciones políticas o desde posiciones del Estado sirvieron al narcotráfico, es decir, quienes favorecieron y ayudaron a los narcotraficantes, quienes les abrieron las puertas, quienes les facilitaron sus actividades criminales, quienes traficaron con sus cargos para ponerse al servicio de delincuentes. Las investigaciones penales que se adelantaron a raíz del Proceso 8000 permiten hoy saber quiénes eran esas figuras, quiénes estuvieron a órdenes de los carteles antes y después de la muerte de don Guillermo Cano. Además, algunos libros de memorias de personas cercanas a los narcotraficantes, como Mi Verdad, de Alberto Giraldo, contienen también detalles de ese contubernio, aunque no son una fuente de la misma credibilidad de las sentencias judiciales.

Entonces, se puede hoy elaborar un elenco de quienes antes y después del 17 de diciembre de 1986 constituyeron el brazo político del narcotráfico, y como tales se situaron no de parte de don Guillermo Cano, sino de parte de los asesinos de don Guillermo Cano o de parte de los asesinos de tantas otras figuras que cayeron por orden de los traficantes, como Enrique Low Murtra, el ex-ministro de Justicia.

De ese elenco, empecemos por mencionar a uno muy prominente: Eduardo Mestre Sarmiento. Congresista de Santander desde los años sesenta, embajador de Colombia ante Naciones Unidas en Ginebra, presidente de la Dirección Liberal Nacional, Eduador Mestre fue uno de los principales relacionistas públicos del Cartel de Cali. Sus relaciones con los narcos son de vieja data. Ya en 1981 el Banco de los Trabajadores, controlado por Gilberto Rodríguez Orejuela, le otorgó un crédito, el cual fue pagado por las droguerías de Rodríguez. Fue condenado dentro del Proceso 8000. Promovió junto con el entonces contralor

Rodolfo González la candidatura presidencial de Virgilio Barco en 1986. Barco

debía nombrarlo designado a la Presidencia y el plan era que el presidente sería asesinado para que un dependiente de los narcotraficantes llegara a la Presidencia, según le oí en una ocasión a un alto funcionario de la Fiscalía. Mestre goza de cabal salud, está en buen estado físico ahora que tiene 70 años, y ha perdido peso, según comprobé el mes pasado cuando me lo encontré de boca a jarro en un supermercado de Bucaramanga.

Otro insigne servidor del narcotráfico fue Rodolfo González, ya fallecido, acusado por enriquecimiento ilícito pero absuelto. Según Alberto Giraldo, González habló en dos ocasiones con el Presidente Barco para evitar la extradición de Gilberto Rodríguez (Mi verdad, p. 131). González era frecuente invitado al Hotel Intercontinental de Cali, donde por cuenta de Inversiones Ara, firma de los Rodríguez, se alojaban los políticos invitados por el Cartel. Otro que no puede dejar de mencionarse es Manuel Francisco Becerra Barney, gobernador del Valle, ministro de Educación, contralor general a partir de 1990, y «viejísimo y entrañable amigo de Miguel Rodríguez» ( Mi vida, p. 132).

Su sucesor en la Contraloría fue el cartagenero David Turbay Turbay, cuya campaña a ese cargo fue financiada por los Rodríguez (Mi Vida, p. 137). En la colada del Proceso 8000 también salieron otros nombres como el de María Izquierdo, veterana dirigente política de Boyacá; Rodrigo Garavito Hernández, de larga, pero no honrosa, trayectoria política en el departamento de Caldas; Jaime Lara Arjona, condenado a sesenta meses de cárcel, fue representante a la Cámara por Córdoba; Armando Holguín Sarria, ex-senador por el Valle del Cauca, condenado por el delito de enriquecimiento ilícito

No es necesario enumerar a todos los políticos y altos funcionarios que estuvieron al servicio del narcotráfico para llegar a la conclusión que quisiera presentar aquí: es cierto que la responsabilidad penal, en los casos citados, y cualesquiera otros, afecta solamente a los procesados y condenados. Pero es insuficiente señalar a Eduardo Mestre, a Rodolfo González, a Kiko Becerra y a Turbay Turbay como si solamente ellos como personas naturales fueran responsables de la existencia de un brazo político del narcotráfico. Esos sujetos contaban con el apoyo de muchísimos otros dirigentes políticos, eran aceptados y reconocidos por los más altos jerarcas de los partidos y por los parlamentarios y los ministros y los directorios, de modo que la responsabilidad política e histórica va más allá de los sindicados y condenados por la justicia y en esencia recae sobre todo el establecimiento político, salvo sobre los individuos que a título excepcional no se vendieron ni transigieron.

El Proceso 8000 demostró sin lugar a dudas la existencia de lucrativos vasos  comunicantes entre los políticos y los narcotraficantes, pero no estuvo acompañado del proceso de responsabilidad política. A María Izquierdo no le revocaron su credencial como miembro del partido liberal. Ninguno de los organismos del partido repudió formalmente a Eduardo Mestre. Nadie expulsó del liberalismo a David Turbay Turbay. La Dirección Nacional Liberal jamás presentó disculpas públicas a los liberales por la conducta de estos delincuentes. A nadie se le prohibió la entrada a las convenciones de los partidos. Los ex-presidentes liberales que viven opinando de todos los temas, nunca se reunieron para recriminar a estas ovejas descarriadas. Y la razón es obvia: no eran ovejas descarriadas. Eran el rebaño. Quienes medraron al amparo del narcotráfico operaban dentro de una red mafiosa donde casi todos los políticos eran co-responsables, en mayor o menor medida, aunque no hayan sido procesados o condenados penalmente. Y quienes medraron al amparo del narcotráfico a su vez les permitieron medrar a los narcotraficantes. La responsabilidad es del partido liberal y del partido conservador, pero esos partidos no han purgado su condena. En los años noventa el escándalo de sobornos a políticos en Italia conocido como Manos Limpias condujo a la disolución del partido socialista y de la Democracia Cristiana. Nada ni lejanamente similar se produjo en Colombia. El partido liberal, por el cual muchos padecieron persecuciones a manos del clero; el partido liberal, por el cual miles de colombianos fueron asesinados por cuenta de los pájaros entre 1948 y 1953, fue vendido por sus parlamentarios y dirigentes al crimen organizado.

Veinte años después del asesinato de don Guillermo Cano, el narcotráfico, además de seguir siendo un tráfico ilícito que da para caletas de 80 millones de dólares de un solo narcotraficante, se ha convertido en puntal de otros fenómenos como son las organizaciones armadas al margen de la ley, sean las guerrillas, sean los paramilitares.

Repite continuamente el Presidente Uribe que su gobierno busca un país sin guerrilla, sin paramilitares, sin narcotráfico, sin corrupción. Es cierto que las guerrillas participan también en el narcotráfico y se alimentan con la corrupción. Es cierto que los paramilitares no solamente han sido un ejército contra la guerrilla sino que también se lucran de la cocaína y roban los dineros públicos.

La interconexión de todas la formas del crimen quedó de presente el mes pasado, cuando el ex-contralor general de la República, Aníbal Martínez Zuleta, veterano dirigente liberal del Cesar, pidió sanción de la Corte Suprema de Justicia contra los políticos de su región acusados de nexos con los paramilitares. Dijo Martínez Zuleta: «Tenemos todos que mirar hacia la Corte Suprema de Justicia, darle a la Corte toda la solidaridad necesaria, el gobierno debe darle toda la fortaleza necesaria, porque si la Corte en estos momentos no opera, el país tendría salvación». Como contralor en los gobiernos de López Michelsen y Turbay Ayala, Martínez Zuleta se convirtió en símbolo nacional de la corrupción. La Corte Suprema de Justicia lo condenó por recibir sobornos.

Cuando uno de los símbolos de la corrupción pide castigo contra los políticos corruptos, hay que entender que lo sucedido en el Cesar hiere su sensibilidad de reo. Hay que pensar que lo que escandaliza al ex-contralor, por vivir él en Valledupar y conocer de primera mano lo que sucede en su región, tiene que ser de una dimensión criminal sin límites. Y lo es. De los delitos contra la administración pública como el cohecho, la concusión y el peculado, que eran el fuerte de los parlamentarios y altos y bajos funcionarios públicos en el pasado, la política invadió todo el código penal, desde los delitos contra la vida hasta los delitos contra el sufragio.

Del serrucho se pasó a la motosierra, sin que el robo haya parado. Aníbal Martínez Zuleta es fuente autorizada para hablar de este tema, aunque tenga rabo de paja. Vivir para ver. Que quienes nos escandalizamos en su momento con las actuaciones ilegales del ex-contralor estemos ahora de acuerdo con él cuando pide castigo contra sus copartidarios del Cesar y de otras regiones y cuando habla de la situación actual de Colombia como una «hecatombe» y un «tsunami ético y moral», es prueba fehaciente del abismo mafioso en que opera hoy la política en Colombia.

Sin embargo, la interconexión del crimen en sus distintas manifestaciones no puede servir para equipararlas a todas ellas. El narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo son organizaciones al margen de la ley. La guerrilla busca la destrucción del Estado. Los paramilitares buscan suplantarlo en las órbitas en que les interesa. El narcotráfico busca infiltrarlo. Son todos fenómenos extra-estatales o para-estatales.

En cambio la corrupción la cometen agentes del Estado que obran dentro del mismo Estado. Los grupos al margen de la ley están al margen de la ley, son enemigos de la ley y de las instituciones. Pueden causar y le causan gran daño al país y a la sociedad.

Pero el daño más grave y más peligroso es el que proviene de la corrupción, que ya no es simplemente un fenómeno más, sino que se ha convertido en una dictadura no declarada contra el pueblo colombiano. La corrupción es más grave que las minas antipersonales, que el secuestro, que las matanzas y asesinatos, porque la ejecutan agentes del Estado, es imputable a personas que están dentro de la ley y de las instituciones. Los peores delitos del Mono Jojoy, que está al margen de la ley, no son peores que los robos al presupuesto, que se cometen con la participación y complicidad de quienes representan la institucionalidad. Si no se entiende así, continuará la situación vigente, en que el narcotráfico y los otros grupos al margen de la ley serán siempre invencibles porque cuentan con un aliado que socava el Estado por dentro: la corrupción.

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